Vio el destino que le aguardaba, y no estuvo dispuesto a
aceptarlo. Lo comprendió intuitivamente y se replegó de una manera espontánea.
No puedes permitir que los grandes te impongan su intolerancia, del mismo modo
que no puedes permitir que los pequeños se conviertan en un nosotros y te
impongan su ética. No aceptaría la tiranía del nosotros, la cháchara del
nosotros y todo lo que el nosotros quiere volcarte encima. Jamás se doblegaría
ante la tiranía del nosotros que se muere por absorberte, el nosotros coactivo,
inclusivo, histórico, ineludiblemente moral con su insidioso E pluribus unum.
Ni el ellos de Woolworth's ni el nosotros de Howard, sino el puro yo con toda
su agilidad. El conocimiento de sí mismo: ese era el puñetazo en la boca del
estómago. La singularidad. La lucha apasionada por la singularidad. El animal
singular. La deslizante relación con todo. No estática sino deslizante.
Conocimiento de sí mismo, pero oculto. ¿Qué es más potente que eso?
A cierta edad, uno debería vivir sin hacer mucho caso de los
agravios pasados ni invitar a la resistencia en el presente al presentar un
desafío a la mojigatería existente. Sin embargo, renunciar a cualquier papel
que no sea el asignado por la sociedad, en este caso el papel asignado al
respetable jubilado, a los setenta y un años, es sin duda lo adecuado, y por
ello, para Coleman Silk, como ya hace largo tiempo le demostró con la
imprescindible crueldad a su propia madre, es lo inaceptable.
Así que voy a ti. Eso es mucho, pero es lo único que hay.
Bailo delante de ti desnuda con las luces encendidas, y tú también estás
desnudo, y todo lo demás no importa. Es lo más sencillo que hemos hecho
jamás..., es lo que nos conviene. No lo estropees pensando que es algo más. No
hagas eso, y yo tampoco lo haré. No tiene que ser nada más que esto. ¿Sabes una
cosa? Te veo, Coleman.»
Y recordó lo que las furcias le habían dicho, la gran
sabiduría de las putas: «Los hombres no te pagan para que te acuestes con
ellos. Te pagan para que te vayas a casa».
—Eso es lo que pasa cuando a uno lo crían a mano —dijo
Faunia—, es lo que ocurre por haber estado toda su vida con gente como
nosotros. La mancha humana. Lo dijo sin repulsión ni desprecio ni condena, ni
siquiera con tristeza. Esa es la realidad..., a su manera lacónica eso era todo
lo que Faunia le estaba diciendo a la chica que daba de comer a la serpiente:
dejamos una mancha, dejamos un rastro, dejamos nuestra huella. Impureza,
crueldad, abuso, error, excremento, semen..., no hay otra manera de estar aquí.
No tiene nada que ver con la desobediencia. No tiene nada que ver con la
indulgencia, la salvación o la redención. Está en todo el mundo, nos habita, es
inherente, definitoria. La mancha que está ahí antes que su marca. Está ahí sin
la señal. La mancha tan intrínseca que no requiere una señal. La mancha que
precede a la desobediencia, que abarca la desobediencia y embrolla toda
explicación y comprensión. Por ese motivo toda purificación es una broma, y una
broma bárbara, por cierto. La fantasía de la pureza es detestable. Es
demencial. ¿Qué es el empeño en purificar sino más impureza? Todo lo que ella
decía acerca de la mancha era que es ineludible.
En tiempos de mis padres y hasta bien entrados en los de
usted y los míos, la insuficiencia era cosa del alumno, pero lo es de la
disciplina. Leer a los clásicos es demasiado difícil, por lo que la culpa la
tienen los clásicos. Hoy el alumno hace valer su incapacidad como un
privilegio. Si no puedo aprender una cosa es porque hay algo erróneo en ella, y
especialmente en el mal profesor que quiere enseñarla. Ya no hay criterios,
señor Zuckerman, sino solo opiniones