Una sola cosa sobre la tierra odió verdaderamente por opuesta a la razón: el fanatismo. Erasmo, el menos fanático de todos los hombres, un espíritu que quizá no fuera del más alto nivel pero sí de amplio saber, un corazón no precisamente embriagado de bondad pero sí de recta benevolencia, veía en aquella forma de intolerancia el mal atávico de nuestro mundo.
El raro arte de mitigar los conflictos intentando buenamente comprenderlos, de distinguir lo indistinto, de simplificar lo confuso, de entretejer nuevamente lo roto y de poner en común lo más alejado fue la verdadera fuerza de su genio paciente.
Igual el odio, consciente del poder del amor, también reclama a las naturalezas medianas su siniestro derecho, el interés individual quiere sacar rápidamente un provecho personal de las ideas. A la masa siempre le resulta más accesible lo concreto y tangible que lo abstracto. Por eso en política las consignas que más partidarios encuentran son las que proclaman un enfrentamiento en vez de un ideal, un antagonismo cómodamente comprensible y manejable conra alguna clase, raza o religión pues es en el odio allí donde más fácilmente prende la llama criminal del fanatismo.
La historia, sin embargo, es injusta con los vencidos. No aprecia demasiado a los hombres mesurados, a quines pactan y concilian, a los hombres de humanidad. Prefiere a los apasionados, a los que no conocen medida, a los violentos aventureros de espíritu y de la acción.
El destino de todo fanatismo es consumirse a sí mismo. La razón, eterna y calladamente paciente, sabe esperar y perseverar. A veces, cuando los demás, ebrios, se embravecen, tiene que callar y enmudecer. Pero su tiempo llega, siempre vuelve.
Este rasgo tan esencial de su carácter se complementa con otro: a pesar de ser un fanático de la independencia no es en absoluto un rebelde, un revolucionario. Al contrario detesta los conflictos, evita, como buen estratega que es, oponerse inútilmente a los poderes y poderosos de este mundo, prefiere pactar a chocar con ellos, prefiere mantener astutamente su independencia a combatirlos.
No fue con arrojo sino gracias a la psicología como venció su eterna lucha por llevar una vida independiente.
Pero errar y vagar son más queridos a su naturaleza filosófica que un hogar y una patria.
La vastedad le atraía, la profundidad no: jamás se asomó al "abismo" de Pascal ni experimentó en su alma las sacudidas de Lutero, Loyola o Dostoyevski, esa clase de terribles crisis emparentadas secretamente con la muerte y la locura.
En todo lo conciso y didáctico se oculta sin embargo el peligro de la superficialidad.
Erasmo no es desde el principio el gran escritor que fue. Es de esa clase de hombre que tiene que envejecer para tener repercusión en el mundo. Un Pascal, un Spinoza, un Nietzsche pueden morir jóvenes porque su espíritu concentrado es precisamente en las formas más densas y compactas donde encuentra al perfección. Erasmo en cambio, un espíritu que recopila, busca, comenta, comprime, que obtiene su sustancia no de sí mismo sino del mundo, es más eficaz en la extensión que en la intensidad, es más diestro que artista. (...) La extensión es su mundo, no la profundidad
Quien piensa por sí mismo, piensa al mismo tiempo mejor y más provechosamente por todos.
Observarlo en los momentos decisivos es casi penoso, ya que en cuanto van mal dadas, se apresura a escabullirse de la zona de peligro cubriendo su retirada con un "si" o un "siempre y cuando" que no le compromenten a nada. (...) Si alguien lo considera un aliado se siente lamentablemente estafado, pues Erasmo, solitario empedernido, no quiere ser más fiel que a sí mismo.
Raramente las naturalezas que comprenden son las que actúan, pues la amplitud de miras frena la fuerza de arranque: "No es frecuente, como dice Lutero, emprender algo bueno partiendo de la sabiduría y la prevención. Todo tiene que suceder en la ignorancia".
Ella y sólo ella (la Stultitia), con toda su chifladura, da la felicidad al ser humano, y más cuanto más ciegamente depende éste de sus pasiones y más irracionalmente vive, pues reflexionar y atormentarse marchitan el alma. El placer nunca se encuentra en la claridad y la prudencia, sino en la embriaguez, la exaltación, el desmadre, el delirio. Un poco de locura forma parte de toda verdadera vida y el justo, el clarividente, el que no se somete a las pasiones, no representa en absoluto al ser humano normal: "Sólo quien está afectado de necedad puede llamarse verdaderamente hombre". (...) La vida sólo es agradable en la inconsciencia-Sófocles.
La razón siempre es una fuerza regulativa, nunca una fuerza creadora en sí misma.
"Descubriendo, oculto por los dogmas, a Cristo" con este deseo, Erasmo se pone a la vanguardia de la Reforma.
A su parecer, Cicerón tenía razón cuando decía que "una paz injusta es mejor que la guerra más justa"
La verdad siempre es para él polisémica y matizada e igualmente el tener razón, por eso "nunca debe ser el príncipe más prudente que cuando se moviliza para la guerra y no insistir en su razón incondicional, pues ¿quién no considera justa su causa?
Raramente los poderes decisivos, el destino y la muerte, se le presentan al hombre sin avisar. Siempre envían previamente un vago mensaje, aunque sea encubierto, pero el aludido casi siempre desoye la misteriosa llamada.
No siempre hay que decir toda la verdad. Es muy importante cómo se diga.
El problema que Erasmo sitúa en el centro de la polémica es eterno en teología: la cuestión del libre albedrío. Para Lutero, de acuerdo con la estricta doctrina agustina de la predestinación, el hombre es eterno cautivo de Dios.
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