Cada cosa se esfuerza, cuando está a su alcance, por perseverar en su ser
"lo más característico de la teoría spinoziana de las pasiones es el radical y racional egoismo al que responde, por probable influencia de Hobbes"
Unamuno se conmovía ante la revelación del "hombre Espinosa", que él llamaba palpitante bajo las áridas fórmulas de su obra fundamental "si se lee la Ética como lo que es: un desesperado poema elegíao..."
El hombre dentro de la naturaleza, no es como un "imperio dentro de otro imperio"; en la naturaleza no hay ni bien ni mal, nociones relativas sólo a la utilidad humana y como la Naturaleza no obra con vistas a fin alguno, la conducta ética se explica como todo lo demás, en virtud de causas eficientes, no finales. Cualquier intento de hacer del hombre una excepción es vano y la virtud no está en negar la Naturaleza, sino en ejercitar la potencia hasta donde sea posible sin dañar la permanencia del propio ser.
Como la virtud es potencia, se sigue también que el mundo ético de Espinosa permanezca muy alejado del cristiano: así, ni la humildad ni el arrepentimiento son considerados virtudes, pues son sólo conocimiento de la impotencia, esto es, conocimiento inadecuado.
Deus Sive Natura
Con lo dicho, he explicado la naturaleza de Dios y sus propiedades, a saber: que existe necesariamente; que es único; que es y obra en virtud de la sola necesidad de su naturaleza; que es causa libre de todas las cosas, y de qué modo lo es; que todas las cosas son en Dios y dependen de Él, de suerte que sin Él no pueden ser ni concebirse; y, por último, que todas han sido predeterminadas por Dios, no, ciertamente, en virtud de la libertad de su voluntad o por su capricho absoluto, sino en virtud de la naturaleza de Dios, o sea, su infinita potencia, tomada absolutamente.
Todos los prejuicios que intento indicar aquí dependen de uno solo, a saber, el hecho de que los hombres supongan, comúnmente, que todas las cosas de la naturaleza actúan, al igual que ellos mismos, por razón de un fin, e incluso tienen por cierto que Dios mismo dirige todas las cosas hacia un cierto fin, pues dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre, y ha creado al hombre para que le rinda culto. Consideraré, pues, este solo prejuicio, buscando, en primer lugar, la causa por la que le presta su asentimiento la mayoría, y por la que todos son tan propensos naturalmente a darle acogida. Después mostraré su falsedad y, finalmente, cómo han surgido de él los prejuicios acerca del bien y el mal, el mérito y el pecado, la alabanza y el vituperio, el orden y la confusión, la belleza y la fealdad, y otros de este género.
Ahora bien: deducir todo ello a partir de la naturaleza del alma humana no corresponde a este lugar. Aquí me bastará con tomar como fundamento lo que todos deben reconocer, a saber: que todos los hombres nacen ignorantes de las causas de las cosas, y que todos los hombres poseen apetito de buscar lo que les es útil, y son conscientes de ello. De ahí se sigue, primero, que los hombres se imaginan ser libres, puesto que son conscientes de sus voliciones y de su apetito, y ni soñando piensan en las causas que los disponen a apetecer y querer, porque las ignoran. Se sigue, segundo, que los hombres actúan siempre con vistas a un fin, a saber: con vistas a la utilidad que apetecen, de lo que resulta que sólo anhelan siempre saber las causas finales de las cosas que se llevan a cabo, y, una vez que se han enterado de ellas, se tranquilizan, pues ya no les queda motivo alguno de duda
La naturaleza no tiene fin alguno prefijado, y que todas las causas finales son, sencillamente, ficciones humanas, no harán falta muchas palabras
Y no debe olvidarse aquí que los secuaces de esta doctrina, que han querido exhibir su ingenio señalando fines a las cosas, han introducido, para probar esta doctrina suya, una nueva manera de argumentar, a saber, la reducción, no a lo imposible, sino a la ignorancia, lo que muestra que no había ningún otro medio de probarla. (...) no cesarán de preguntar las causas de las causas, hasta que os refugiéis en la voluntad de Dios, ese asilo de la ignorancia.
En el Escolio de la Proposición 17 de esta Parte he explicado en qué sentido el error consiste en una privación de conocimiento; pero para una más amplia explicación de este asunto daré un ejemplo, a saber: los hombres se equivocan al creerse libres, opinión que obedece al solo hecho de que son conscientes de sus acciones e ignorantes de las causas que las determinan. Y, por tanto, su idea de «libertad» se reduce al desconocimiento de las causas de sus acciones, pues todo eso que dicen de que las acciones humanas dependen de la voluntad son palabras, sin idea alguna que les corresponda.
Queda sólo por indicar cuán útil es para la vida el conocimiento de esta doctrina, lo que advertimos fácilmente por lo que sigue, a saber:
En cuanto nos enseña que obramos por el solo mandato de Dios, y somos partícipes de la naturaleza divina, y ello tanto más cuanto más perfectas acciones llevamos a cabo, y cuanto más y más entendemos a Dios. Por consiguiente, esta doctrina, además de conferir al ánimo un completo sosiego, tiene también la ventaja de que nos enseña en qué consiste nuestra más alta felicidad o beatitud, a saber: en el solo conocimiento de dios, por el cual somos inducidos a hacer tan sólo aquello que el amor y el sentido del deber aconsejan. Por ello entendemos claramente cuánto se alejan de una verdadera estimación de la virtud aquellos que esperan de Dios una gran recompensa en pago a su virtud y sus buenas acciones, como si se tratase de recompensar una estrecha servidumbre, siendo así que la virtud y el servicio de Dios son ellos mismos la felicidad y la suprema libertad.
En cuanto enseña cómo debemos comportarnos ante los sucesos de la fortuna (los que no caen bajo nuestra potestad, o sea, no se siguen de nuestra naturaleza), a saber: contemplando y soportando con ánimo equilibrado las dos caras de la suerte, ya que de los eternos decretos de Dios se siguen todas las cosas con la misma necesidad con que se sigue de la esencia del triángulo que sus tres ángulos valen dos rectos.
Esta doctrina es útil para la vida social, en cuanto nos enseña a no odiar ni despreciar a nadie, a no burlarse de nadie ni encolerizarse contra nadie, a no envidiar a nadie. Además es útil en cuanto enseña a cada uno a contentarse con lo suyo, y a auxiliar al prójimo, no por mujeril misericordia, ni por parcialidad o superstición, sino sólo por la guía de la razón, según lo demanden el tiempo y las circunstancias, como lo mostraré en la cuarta parte.
Por último, esta doctrina es también de no poca utilidad para la sociedad civil, en cuanto enseña de qué modo han de ser gobernados y dirigidos los ciudadanos: a saber, no para que sean siervos, sino para que hagan libremente lo mejor.
Así pues, quienes creen que hablan, o callan o hacen cualquier cosa por libre decisión del alma, sueñan con los ojos abiertos.
Cuando el alma imagina su impotencia se entristece
Está claro, pues, que los hombres son por naturaleza proclives al odio y la envidia, y a ello contribuye la educación misma. Pues los padres suelen incitar a los hijos a la virtud con el solo estímulo del honor y la envidia. Acaso quede algún motivo de duda, pues no es raro que admiremos las virtudes de los hombres y los veneremos.Corolario: Nadie envidia por su virtud a alguien que no sea su igual.
Con esto, creo haber explicado y mostrado por sus primeras causas los principales afectos y fluctuaciones del ánimo que surgen de la composición de los tres afectos primitivos, a saber: el deseo, la alegría y la tristeza. Por ello, es evidente que nosotros somos movidos de muchas maneras por las causas exteriores, y que, semejantes a las olas del mar agitadas por vientos contrarios, nos balanceamos, ignorantes de nuestro destino y del futuro acontecer.
El amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior.
La templanza, la sobriedad y la castidad aluden a la potencia del alma y no a pasión alguna.
Así pues, nada puede oponerse a estos afectos, salvo la generosidad y la firmeza de ánimo.
Llamo servidumbre a la impotencia humana para moderar y reprimir sus afectos, pues el hombre sometido a los afectos no es independiente, sino que está bajo la jurisdicción de la fortuna, cuyo poder sobre él llega hasta el punto que a menudo se siente obligado, aun viendo lo que es mejor para él, a hacer lo que es peor.
Vemos, pues, que los hombres se han habituado a llamar perfectas o imperfectas a las cosas de la naturaleza, más en virtud de un prejuicio, que por verdadero conocimiento de ellas. (...) Así, pues, la razón o causa por la que Dios, o sea, la Naturaleza, obra, y la razón o causa por la cual existe, son una sola y misma cosa. Por consiguiente, como no existe para ningún fin, tampoco obra con vistas a fin alguno, sino que, así como no tiene ningún principio o fin para existir, tampoco los tiene para obrar. (...) Como ya he dicho a menudo, los hombres son, sin duda, conscientes de sus acciones y apetitos, pero inconscientes de las causas que los determinan a apetecer algo.
Todos los prejuicios que intento indicar aquí dependen de uno solo, a saber: el hecho de que los hombres supongan, comúnmente, que todas las cosas de la naturaleza actúan, al igual que ellos mismos, por razón de un fin, e incluso tienen por cierto que Dios mismo dirige todas las cosas hacia un cierto fin, pues dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre, y ha creado al hombre para que le rinda culto. Consideraré, pues, este solo prejuicio, buscando, en primer lugar, la causa por la que le presta su asentimiento la mayoría, y por la que todos son tan propensos, naturalmente, a darle acogida. Después mostraré su falsedad y, finalmente, cómo han surgido de él los prejuicios acerca del bien y el mal, el mérito y el pecado, la alabanza y el vituperio, el orden y la confusión, la belleza y la fealdad, y otros de este género. todos los hombres nacen ignorantes de las causas de las cosas, y que todos los hombres poseen apetito de buscar lo que les es útil, y de ello son conscientes. De ahí se sigue, primero, que los hombres se imaginan ser libres, puesto que son conscientes de sus voliciones y de su apetito, y ni soñando piensan en las causas que les disponen a apetecer y querer, porque las ignoran. Se sigue, segundo, que los hombres actúan siempre con vistas a un fin, a saber: con vistas a la utilidad que apetecen, de lo que resulta que sólo anhelan siempre saber las causas finales de las cosas que se llevan a cabo, y, una vez que se han enterado de ellas, se tranquilizan, pues ya no les queda motivo alguno de duda. Si no pueden enterarse de ellas por otra persona, no les queda otra salida que volver sobre sí mismos y reflexionar sobre los fines en vista de los cuales suelen ellos determinarse en casos semejantes, y así juzgan necesariamente de la índole ajena a partir de la propia. Además, como encuentran, dentro y fuera de sí mismos, no pocos medios que cooperan en gran medida a la consecución de lo que les es útil, como, por ejemplo, los ojos para ver, los dientes para masticar, las hierbas y los animales para alimentarse, el sol para iluminar, el mar para criar peces, ello hace que consideren todas las cosas de la naturaleza como si fuesen medios para conseguir lo que les es útil.
El hombre está sujeto siempre, necesariamente, a las pasiones y que sigue el orden común de la naturaleza, obedeciéndolo y acomodándose a él cuando lo exige la naturaleza de las cosas.
Un afecto es una idea, por la cual el alma afirma una fuerza de existir mayor o menor que antes, y, de esta suerte, no posee nada positivo que pueda ser suprimido por la presencia de lo verdadero; por consiguiente, el conocimiento verdadero del bien y del mal, en cuanto verdadero, no puede reprimir ningún afecto. Ahora bien, en la medida en que es un afecto, sólo si es más fuerte que el afecto que ha de ser reprimido podrá reprimir dicho afecto.
Como la razón no exige nada que sea contrario a la naturaleza, exigue, por consiguiente, que cada cual se ame a sí mismo, busque su utilidad propia -lo que realmente le sea útil-, apetezca todo aquello que conduce realmente al hombre a una perfección mayor y, en términos absolutos, que cada cual se esfuerce cuanto está en su mano para conservar su ser. Y así, nada es más útil al hombre que el hombre; quiero decir que nada pueden desear los hombres que sea mejor par ala conservación de su ser que el concordar todos en todas las cosas, de suerte que las almas de todos formen como una sola alma, y sus cuerpos como un solo cuerpo, esforzándose todos a la vez, cuanto puedan, en conservar su ser, y buscando todos a una la común utlidad, de donde se sigue que los hombres que se guían por la razón, es decir, los hombres que buscan su utilidad bajo la guía de la razón, no apetecen para sí nada que no deseen para los demás hombres, y por ello, son justos, dignos de confianza y honestos.
Nadie puede desear ser feliz, obrar bien y vivir bien, si no desea al mismo tiempo ser, obrar y vivir, esto es, existir en acto. Demostración: La demostración de esta Proposición, o más bien la materia misma de ella, es evidente de por sí, y también en virtud de la definición del deseo. El deseo, en efecto, de vivir felizmente, o sea, de vivir y obrar bien, etc., es la esencia misma del hombre, es decir, el esfuerzo que cada uno realiza por conservar su ser.
El supremo bien del alma es el conocimiento de Dios, y su suprema virtud, la de conocer a Dios. Demostración: Lo más alto que el alma puede conocer es Dios, esto es, un ser absolutamente infinito, y sin el cual nada puede ser ni ser concebido; y así la suprema utilidad del alma, o sea, su supremo bien, es el conocimiento de Dios. Además, el alma sólo obra en la medida en que conoce, y sólo en dicha medida puede decirse, absolutamente, que obra según la virtud. Así pues, la virtud absoluta del alma es el conocimiento. Ahora bien, lo más alto que el alma puede conocer es Dios (como acabamos de demostrar). Por consiguiente, la suprema virtud del alma es la de entender o conocer a Dios.
Los hombres sólo concuerdan siempre necesariamente en naturaleza en la medida en que viven bajo la guía de la razón.
Cuanto más busca cada hombre su propia utilidad, tanto más útiles son los hombres mutuamente.
El supremo bien de los que siguen la virtud es común a todos, y todos pueden gozar de él igualmente.
Demostración: Obrar según la virtud es obrar bajo la guía de la razón, y todo esfuerzo realizado por nosotros según la razón es conocimiento, y, de esta suerte, el supremo bien de los que siguen la virtud consiste en conocer a Dios, es decir, un bien que es común a todos los hombres, y que puede ser poseído igualmente por todos los hombres, en cuanto que son de la misma naturaleza.
Por otra parte, la diferencia entre la verdadera virtud y la impotencia se percibe fácilmente por lo dicho anteriormente, a saber: la verdadera virtud no es otra cosa que vivir según la guía de la razón, y la impotencia consiste solamente en el hecho de que el hombre se deja llevar por las cosas exteriores, y resulta determinado por ellas a hacer lo que la ordinaria disposición de esas cosas exteriores exige, pero no lo que exige su propia naturaleza, considerada en sí sola. En su virtud, es evidente que leyes como la que prohibiera matar a los animales estarían fundadas más en una vana superstición, y en una mujeril misericordia, que en la sana razón. Pues la regla según la cual hemos de buscar nuestra utilidad nos enseña, sin duda, la necesidad de unirnos a los hombres, pero no a las bestias o a las cosas cuya naturaleza es distinta de la humana.
Así, pues, servirse de las cosas y deleitarse con ellas cuanto sea posible (no hasta la saciedad, desde luego, pues eso no es deleitarse) es propio de un hombre sabio. Quiero decir que es propio de un hombre sabio reponer fuerzas y recrearse con alimentos y bebidas agradables, tomados con moderación, así como gustar de los perfumes, el encanto de las plantas verdeantes, el ornato, la música, los juegos que sirven como ejercicio físico, el teatro y otras cosas por el estilo, de que todos pueden servirse sin perjuicio ajeno alguno.
Cuanto más nos esforzamos en vivir según la guía de la razón, tanto más nos esforzamos en no depender de la esperanza, librarnos del miedo, tener el mayor imperio posible sobre la fortuna y dirigir nuestras acciones conforme al seguro consejo de la razón.
Quien acostumbra a ser tocado de conmiseración, y se conmueve ante la miseria o las lágrimas ajenas, suele hacer cosas de las que luego se arrepiente, tanto porque, si nos guiamos por el mero afecto, no hacemos nada que sepamos con certeza ser bueno, como porque las falsas lágrimas nos embaucan fácilmente. Y aquí hablo expresamente del hombre que vive bajo la guía de la razón. Pues el que no es movido ni por la razón ni por la conmiseración a ayudar a los otros, merece el nombre de inhumano que se le aplica. Pues no parece semejante a un hombre.
La humildad no es una virtud, o sea, no nace de la razón. Es una tristeza que brota de que el hombre considera su propia impotencia.
Los supersticiosos, que se aplican a censurar los vicios más bien que a enseñar las virtudes, y que procuran, no guiar a los hombres según la razón, sino contenerlos por el miedo de manera que huyan del mal más bien que amen las virtudes, no tienden sino a hacer a los demás tan miserables como ellos mismos; y, por ello, no es de extrañar que resulten generalmente molestos y odiosos a los hombres.
Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida.
Demostración: Un hombre libre, esto es, un hombre que vive sólo según el dictamen de la razón, no se deja llevar por el miedo a la muerte, sino que desea el bien directamente, esto es, desea obrar, vivir o conservar su ser poniendo como fundamento la búsqueda de su propia utilidad, y, por ello, en nada piensa menos que en la muerte, sino que su sabiduría es una meditación de la vida.
En un hombre libre, pues, una huida a tiempo revela igual firmeza que la lucha; o sea, que el hombre libre elige la huida con la misma firmeza o presencia de ánimo que el combate.
La libertad del alma o sea la felicidad
Un afecto que es una pasión deja de ser pasión tan pronto como nos formams de él una idea clara y distinta. Así pues un afecto está tanto más bajo nuestra potestad, y el alma padece tanto menos por su causa, cuanto más conocido nos es.
Quien se conoce a sí mimo clara y distintivamente, y conoce de igual modo sus afectos, ama a Dios, y tanto más cuanto más se conoce a sí mismo y más conoce sus afectos.
Con esto, he recogido todos los remedios de los afectos, o sea, todo el poder que el alma tiene, considerada en sí sola, contra los afectos. Por ello es evidente que la potencia del alma sobre los afectos consiste: primero, en el conocimiento mismo de los afectos; segundo, en que puede separar los afectos del pensamiento de una causa exterior que imaginamos confusamente ; tercero, en el tiempo, por cuya virtud los afectos referidos a las cosas que conocemos superan a los que se refieren a las cosas que concebimos confusa o mutiladamente; cuarto, en la multitud de causas que fomentan los afectos que se refieren a las propiedades comunes de las cosas, o a Dios; quinto, en el orden —por último— con que puede el alma ordenar sus afectos y concatenarlos entre sí.
La muerte es tanto menos nociva cuanto mayor es el conocimiento claro y distinto del alma, y, consiguientemente, cuanto más ama el alma a Dios.
La felicidad no es un premio que se otorga a la virtud, sino que es la virtud misma, y no gozamos de ella porque reprimamos nuestras concupiscencias, sino que, al contrario, podemos reprimir nuestras concupiscencias porque gozamos de ella. (…) El sabio, por el contrario, considerado en cuanto tal, apenas experimenta conmociones del ánimo, sino que consciente de sí mismo, de Dios y de las cosas con arreglo a una cierta necesidad eterna, nunca deja de ser, sino que siempre posee el verdadero contento del ánimo. Si la vía que, según he mostrado, conduce a ese logro parece muy ardua, es posible hallarla, sin embargo. Y arduo, ciertamente, debe ser lo que tan raramente se encuentra. En efecto: si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera conseguirse sin gran trabajo, ¿cómo podría suceder que casi todos la desdeñen?. Pero todo lo excelso es tan difícil como raro.
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