La primera de las
leyendas que desactiva esta biografía, sin embargo, es la de su mocedad (porque
no la hubo); la segunda de las leyendas es la de su marginalidad política
(porque peleó y perdió las dos e incluso las tres veces en que actuó como
político); la tercera leyenda es la de la impotencia filosófica (porque fue
filósofo, pero lo fue primero contra todos y contra sí mismo después); la
cuarta leyenda es nada más que una falsedad: no fue nunca franquista (pese a
colaborar olímpicamente en el «servicio nacional» de propaganda en 1938); la
quinta leyenda es la más difícil de rebatir hoy día, pero creo que el
progresivo conservadurismo ideológico no le hizo aliado ni socio ni cómplice de
los fascismos, aunque el falangismo español explotase a mansalva buena parte de
su pensamiento aristocratizante, neonobiliario, de casta.
Ninguno de ellos
rebajó la seducción vibrante de la prosa de ideas de un autor al que Saul
Bellow definió como un ilustrado que «looked forward to the triumph of reason
over irrationality».
Compartieron uno
y otro, Pérez de Ayala y Ortega, «la misma niñez triste y sedienta»; les faltaron
las tres razones que permiten a un alma «el lujo de reír» (ciencia verdadera,
moral solvente y experiencia estética). Y sobró bandería, maquiavelismo,
codicia y soberbia porque, con el fin de aumentar la gloria de Dios, a los
niños «se les utiliza inutilizándolos» (I, 112-114).
… se va a
Alemania como norte filosófico del presente. Se va a empezar el aprendizaje de
fondo, a «tener ideas formadas robustamente ,
adquiridas con solidez» y a hacerse capaz de contestar con solvencia a la
pregunta última: pero, “bueno, y yo por qué pienso esto y no lo contrario”.
Ortega aborrece
cada vez más firmemente las originalidades insulsas
de tantos para llenar periódicos como burócratas y aumentar el descrédito de
esa literatura jornalera que jura no practicar jamás por ser
facilona e irresponsable, “hasta los pelos harto de ese escepticismo de segunda
mano que por ahí pulula”. Se ha conjurado “para no escribir sino cosas
antiescépticas casi religiosas, aun cuando pensara escépticamente, solo porque
de ese modo es más difícil escribir bien, según hoy se entiende esto”
Lo dice pensando en Unamuno, que le saca de quicio por su
incontinencia y parecer creer que se “funda una religió así, en dos paletas sin
más ni más, haciendo media docena de cabriolas y pegando cuatro gritos”.
“Los
mozos, sin confersárnoslo y desde el fondo de nuestra ideolocaxtia, estamos
locos buscando educadores.”
No
es una soledad retórica. España tiene en 1906 solo dos cabezas, que son Unamuno
–veinte años mayor que él- y él “acaso tres con Maeztu” que les saca otros
diez.
Una nueva
retahíla de lecturas puede disolver el poso denso de
tristeza y hacerle asumir sin amargura la ausencia de sentido de la vida: «se
debe hacer por vivir sin esperanzas y sin embargo hallar la vida
agradable: tenemos ilusiones y las perdemos, y entonces decimos que es mala la
vida”. Incluso más. Si la “vida es amaneramiento, ¿por qué en lugar de
amanerarnos en un sentido pesimista no procuramos amanerarnos en un sentido más
respirable?” Es la historia de todos los hombres y “nadie nos ha engañado”,
salvo nosotros mismos: “hay que vivir dispuesto a no ensombrecerse porque si
todo da y vale lo mismo, si todo carece de importancia, tampoco es cosa de
atender la amargura”.
Repitió a menudo una frase que toma de Beethoven: por el
dolor a la alegría. “¿Quién diantre nos dio permiso para hacernos ilusiones? Lo
malo, pues, son las ilusiones y no la vida, porque esta es lo real y lo real no
puede de ninguna manera ser imperfecto”. La impaciencia de Ortega hacia la
debilidad, hacia la falta de lucidez o hacia la autocompasión arranca tan
temprano como en estos 22 años, y por eso combatirá sin cesar la “ridícula propensión”
con que queremos reducir la vida inabarcable y fértil a “nosotros, como si solo
nosotros fuéramos la vida y porque tenemos un dolor decimos que la vida es mala
o necia o buena o torpe”.
Los gréculos «hemos renunciado a vivir, no somos carne ni pescado, somos
solo espectadores y nos hemos hecho el estómago o nos lo vamos haciendo
como Mitríades a todos los venenos: uno de estos venenos es, sin duda, la
verdad”; por eso nunca nada ofende a Ortega, dice él teatreramente alarmado “ninguna,
ninguna injuria me llega a la dermis”. La irritabilidad ante la ofensa está
neutralizada por la vocación de filósofo y espectador distante y comprensivo. “¿Es
esto de hombre? Esto es de filósofo, de antihombre, de gréculo”.
Ortega ha
empezado a encontrar entre 1906 y 1907 la vía filosófica
para escapar tanto al positivismo como al narcótico nietzscheano de la fuerza
individual a través de un principio nuevo: ha superado la subjetividad yoísta como
mecanismo de comprensión del mundo y ha aprendido que “la Realidad no existe,
el Hombre la produce”. El yo es un obstáculo para el saber verdadero. Se ha
sumado con sus profesores de Marburgo al rescate de la filosofía para sacarla
de la rasa consideración empírica y positivista de las cosas y ha aprendido en
Kant, leyendo minuciosamente las Críticas, que el pensamiento es una operación
artificial y que no es fiable ni la subjetividad espontánea ni la percepción de
los sentidos: ahí no reside la fuente de certidumbres.
…No equivale a resultados prácticos, sino a fe en el método, “el
método de la honradez espiritual, la veracidad virtud masculina frente a la femenina
sinceridad”. Por tanto “vendidas nos son las buenas intenciones, pero
preferimos los buenos métodos”.
“Hay que salvarse en las cosas” (…) Unamuno ha enseñado mucho
a Ortega, aunque sean irreconciliables. Y me parece incluso que la esa veta
vitalista de ese primer Ortega, esa intuición fundamental que nace ahora en
torno a la potencia de la vida real y lo material y seguro –las cosas- como
escuela de pensamiento está en deuda con Unamuno. (…) pero la intuición ha
llegado por vía de Spinoza. Cada cosa “aspira a perseverar en su ser” o mejor “cada
cosa viva aspira a ser todas las demás”.
Ortega se desgrana a sí mismo en la monomanía barojiana sobre
todo a través de dos ideas ya sin vuelta atrás: una teoría de la felicidad que
es a la vez una teoría de la personalidad. El yo se hace y se fabrica, se
construye y elabora porque “el volumen de nuestra personalidad nos ofrece en
cada instante solo una mínima porción de sí mismo. El yo, el “mí mismo”,
íntegro, plenario tenemos que reconstruirlo para conocerlo”. Para escapar de la
determinación de lo que somos, hemos de “organizarla constantemente como un
ejército en perpetua dispersión”. Y para eso no basta la arisca sinceridad o la
reacción intempestiva del momento, ni la espontaneidad anárquica, asistemática
y azarosa (barojiana), porque eso es solo “abandono, el dejarse ir, el reducir
la vida a una serie de actos reflejos, de reacciones inarticuladas”. El
sentimiento de plenitud o felicidad consiste en lo contrario de la espera
pasiva, porque las cosas no nos hacen felices al poseerlas o disfrutarlas, sino
“como motivos de nuestra actividad, como materia sobre la cual esta se dispare”
y logre “absorber nuestra actividad”.
La pleonexia descubierta en Platón como henchimiento de lo
real incumbe a todo y en todo ha de hallar el sujeto un sentido latente para
salvarse salvándolo, para hacerse en plenitud a sí mismo y la realidad: “yo soy
yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”.
Todos somos ese héroe que queremos ser y no seremos nunca; “ser
héroe consiste en ser uno, uno mismo”, negarse a “repetir los gestos que la
costumbre, la tradición y en resumen los instintos biológicos les fuerzan a
hacer”. Sabemos que hay más, que hay otros “hombres decididos a no contentarse
con la realidad y por eso aspiran – quijotescamente- a defender su libertad” y
rechazan “las cosas como son”. Llevamos “dentro como el muñón de un héroe”, ya
reseco y corrompido, y ese mismo testigo interior y frustrado, quizá incluso
rencoroso, incapacita para admirar al héroe verdadero y suscita entonces una
forma del resentimiento que es innato a la imputación de los mediocres y su “heroísmo
atrofiado”.
Unamuno
encarna en España un caso concreto de “ese proceso destructor de los mejores” y
que es por tanto un ejemplo óptimo de la distancia de “esta España oficial y la
España vital”. Otto Seeck cree que la destrucción del imperio romano no la
causaron tanto las invasiones bárbaras como la progresiva debilidad social y colectiva
derivada del “aniquilamiento de los jóvenes entusiastas”. Se operó una
selección a la inversa que solo “dejó vivir a los cobardes, los temperamentos
de compromiso y de su simiente crecieron las nuevas generaciones.
Nov
1916 Ortega comprime y resume como en muy pocos lugares los elementos centrales
de su pensamiento: su pedagogía del entusiasmo vitalista, del embridaje y
resistencia al utilitarismo, contra la noción darwinista del a vida humana y en
favor de Nietzsche, que prefirió “una moral dinámica y creadora a una moral de
esclavitud, de inercia” y prefirió “a la humildad la nobleza, a la renuncia la energía,
a la discreción el entusiasmo”. Es la vida ascendente que Ortega predica con
léxico nietzscheano desde siempre y con Nietzsche siempre al fondo: “arder como
antorchas”, será ya lema habitual de sus charlas.
Empieza
ahora a leer la nueva sociedad de masas como la trinchera defensiva de los
peores contra los mejores o como paredón de fusilamiento (simbólico primero y
físico después) de los mejores.
Nietzsche adoptó una palabra francesa que también retoma Ortega, y quizá
por la misma carencia en alemán del sentido exacto que busca Nietzsche: el
ressentiment, la negación de las cualidades del superior por parte del que se
siente humillantemente inferior. El morbo, la patología de la democracia,
consiste en reclamar no solo la igualdad ante la ley, sino también la igualdad
en todo lo demás, sensibilidad, inteligencia, cultura, etc. y en ello cosiste “la
total inversión de los valores: lo superior, precisamente por serlo, padece una
“capitus disminutio”, y en su lugar triunfa lo inferior”.
A
Victoria Ocampo, decía ella, solo logran atraparla aquellos libros que pueden “m’éclairer
sur moi-même” y Ortega confirma que es “la única manera de leer que existe, y
el resto es… erudición”.
Las
culpas recaen ya una y otra vez sobre la indigencia moral de la muchedumbre y
la “ausencia de los mejores” se combina con el “imperio de las masas” que no es
sin embargo un fenómeno de clase o de pobres y parias.
Frase
de Aristóteles en la Ética “seamos con nuestras vidas como arqueros que tienen
un arco”
“la
vida es sed, es ansia, afán, deseo”.
“El
hombre muy inteligente suele ser al propio tiempo, muy fino receptor,
exquisitamente sensible y sin embargo, de intimidad sumamente seca. Es muy difícil
ser a la vez, sensible y sentimental”.
En
el amor a Ortega le parece que Stendhal apenas acierta en nada, quizá porque no
pensó en ello bastante como para advertir cosas tan evidentes como la
incapacidad de la mayoría, vulgar y adocenada, para experimentar ese sentimiento
como de veras es su esencia más alta.
“la
fe religiosa es opuesta a la filosofía”. “El que no duda” es el homo
religiosus, y si la filosofía no se emparenta con la religión, menos todavía
con la literatura, porque “no nos pesa, es remediable, es revocable”, mientras
la poesía, “frente a la filosofía” es irresponsabilidad. Si algo es la filosofía
es “la certidumbre racional” que faculta para escapar a la “prisión de la
subjetividad” y alejarnos de la “pueril satisfacción” de creer que hay alguna
solución”.
La
conciencia “no es una realidad primaria e incuestionable”, sino “una
interpretación de la realidad, una nueva teoría, por tanto –¡y ahora viene lo
gordo!- una hipótesis y nada más”. La insolencia, como la llama él, es
mayúscula, por descontado, porque para Husserl y para la fenomenología la
conciencia es “la realidad misma y absoluta”.
…
buena parte de la discrepancia de Ortega nace de la sospecha sobre el peso que
la teología y la formación eclesiástica ha tenido en su pensamiento. Descartes
fue débil al partir sin más “de la venerable y fosilizada ontología escolástica”
e incurrió en un “deficiente radicalismo”. Heidegger ha hecho lo mismo, y parte
“de cosa tan corrupta y agusanada como es la ontología escolástica” y en
particular de Santo Tomás.
“la
conciencia de naufragio, al ser la verdad de la vida, es ya la salvación”.
Ortega no ha alterado sus convicciones ya no agnósticas, el que no sabe, sino
directamente ateas, el que sí sabe y se sabe sin dios. La condición de lo
trágico es abolir la expectativa de una resolución abstracta o práctica de la existencia
porque es hecho sin sentido, sin finalidad, náufrago, sin garantía de éxito ni
de compensación, sin otra razón de ser que su propia existencia.
La
heroica condición humana del pensador reside en seguir rechazando la mentira,
la cataplasma, el embrujo o el misterio y conquistar “la última ilusión: la
ilusión de vivir sin ilusiones, de sentir delicia al contemplar las cosas en su
desnuda realidad, de ajustar nuestras ideas a esta, a sus entrantes y
salientes, y como buenos navegantes, “ceñirnos al viento””.
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