El día siguiente será histórico
para la República Arepana. Los hacendados, los comerciantes, los profesionales,
los artesanos, y los criados de casa buena, entierran al Doctor Saldaña, y con
el, sus esperanzas de moderación. Los campesinos, los Pescadores, los cargadores,
los vendedores de fritangas, y los pordioseros, llegan a Palacio, con gran
griterío y bailando la conga, y piden, cantando, que Belaunzarán acepte, por
quinta vez, y en contra de lo previsto en la Constitución, la candidatura a la
presidencia.
Al encontrarse frente al
Instituto Krauss el cortejo y la manifestación se detienen; los caballos están
nerviosos, el cochero, inseguro, los ricos temerosos de que la turba gritona
los llene de escupitajos. Los pobres, por su parte, al ver frente a ellos la
carroza negra con el muerto adentro, se detienen también, se miran
consternados, y se callan la boca y los instrumentos. Durante un momento nadie
se mueve en la calle llena de gente. No se oyen más que los cascos de los
caballos golpeando en el adoquín carcomido. Pereira asoma a una ventana del
Instituto Krauss y mira a sus pies aquellas dos corrientes inmóviles. El sol
cae como plomo, no hay una brizna de aire, las moscas reanudan sus cacerías
microscópicas.
Al final vence la superstición. Los pobres se quitan los sombreros de palma, el cochero fustiga a los caballos y los hace avanzar, los pobres se separan y abren paso a la carroza, los ricos aprietan filas y echan a andar, convencidos de que van a pegárseles las liendres, los automóviles elegantes se ponen en marcha, con pedorrera espectacular.
Al final vence la superstición. Los pobres se quitan los sombreros de palma, el cochero fustiga a los caballos y los hace avanzar, los pobres se separan y abren paso a la carroza, los ricos aprietan filas y echan a andar, convencidos de que van a pegárseles las liendres, los automóviles elegantes se ponen en marcha, con pedorrera espectacular.
El Doctor Saldaña, cabeza de
sus huestes de medio pelo, cruza, como Moisés, un pestilente y dividido Mar
Rojo para llegar al cementerio. Cuando el cortejo ha pasado, la turba se cubre,
los tamborileros tocan, la gente grita y avanza dando brinquitos y cantando.
Pereira abre la puerta y,
parado en el umbral, ve, desolado, como se estremecen las nalgas de su mujer
con los sollozos. Entra en el cuarto, cierra la puerta, deja el violín sobre
una silla y, con cara de tragedia, monta de un brinco sobre Esperanza y le
muerde la nuca. Ella, llorosa, dice: "no, no, no", pero permite que
le aprieten las tetas.
—Si llega en avión, ganamos las
elecciones. Porque en Arepa nadie había visto un avión.
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