Un hombre que cultiva un jardín, como
quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya
música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.
Poema “Los
Justos”, de Jorge Luis Borges
Para Sartre “la autenticidad puede alcanzarse sólo en la desesperación”
provocada por el cara a cara con el vacío. Mucho antes que ellos Pascal critica
a quien trata de evadirse del vacío con los divertissement, las frívolas
distracciones inventadas para ponerle freno.
Como sabía Stendhal, el “horrible” secreto oculto en el fondo abismal del
vacío es sólo la muerte, en toda su vulgaridad. Todos, incluso los más
inagotables interioristas del vacío, saben que la vida no tiene sentido y que
se desvanece como una exhalación después de una mezcolanza indigerible de
placeres y sufrimientos, negando a todos, desde los más grandes hasta los más
insignificantes, el consuelo de poder pensar que han logrado realizarse a sí
mismos. Bajo esta luz, parece evidente la engañosa posición de los pioneros de la
autenticidad: aunque más sofisticada, sólo es una de las muchas formas de
amueblar el vacío. “Sartre”, explica Lévi-Strauss, “pensaba que realmente se
podía dar sentido a las cosas, mientras que, en lo que a mí respecta, creo que
nunca se consigue y tan sólo hay que elegir entre vivir la vida del modo más
satisfactorio posible (…) o por el contrario
retirarse del mundo, suicidarse o llevar una existencia asceta entre los
bosques y las montañas. (…) Sabemos bien, como decía Renard, que la “única
felicidad consiste en buscarla”. Y no obstante continuamos haciéndonos
ilusiones. Proyectamos sobre ese vacío un fantasma diferente cada vez, le damos
el nombre de un lugar, de un premio, de una persona. (…) El hecho de que, cada
vez, logremos dar un nombre al vacío nos libra de mirar cara a cara al dolor
por lo incompleto de nuestra condición y la muerte que se avecina. Pensamos “si
lo tuviese, me tranquilizaría”, pero sabemos muy bien que, si lo tuviéramos, le
daríamos otro lacerante nombre a nuestro sentido del vacío.
Somerset Maugham “las cosas que se nos escapan son más importantes que las
que poseemos.
La diligencia humana en crear diversivos contra el vacío es inagotable.
Flaubert que tras haber experimentado todo tipo de placeres en exóticos
viajes, se encerró en casa a escribir, no albergaba dudas al respecto. “El alma
es una bestia feroz. Siempre está hambrienta y
hay que atiborrarla para que no nos embista. Nada es más tranquilizador
que un trabajo prolongado”.
Jean Paul “el
primer beso es el único; el segundo no existe; luego, sólo existen los últimos”.
Einstein “la
vida es como una bicicleta, hay que avanzar para no perder el equilibrio”.
El poeta
astrólogo Max Jacob, en una postal a Camus, destinado a desaparecer en un
accidente de coche, cometió un desliz memorable “No sé por qué le dicen que va
a morir usted de forma trágica”. Pero la mejor postal es la que envió
Hemingway, poco antes de suicidarse, a un amigo: “¡En cualquier caso nos lo
hemos pasado en grande!”
Gómez de la
Serna “lo más aristocrático que tiene la botella de champán es que no consiente
que se le vuelva a poner el tapón”.
Wilde “sólo
quien carece de fantasía no encuentra una buena razón para beber champán”.
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