“Las
buenas ideas escasean –decía Einstein, que sabía de lo que hablaba- y sólo se
presentan intermitentemente”
La
felicidad de los pececillos. El saber desde lo alto del puente
Samuel
Butler compara la vida a un solo de violín que tenemos que interpretar en
público mientras aprendemos la técnica del instrumento a medida que ejecutamos
la pieza. Una buena descripción, y aplicable también a la muerte: Edmund Knox
(antiguo redactor de Punch), agonizando de un cáncer, observaba
graciosamente: «Lo malo de estas cosas es lo poco acostumbrados que estamos a
ellas».
La vida nos somete a unos tests en los que hemos de improvisar respuestas
instantáneas. Pero el talento de la réplica no es dado a todo el mundo: unas
veces respondemos algo que no tiene nada que ver, otras nos quedamos mudos; y
tenía razón Valéry al asimilar la totalidad de la literatura a una vasta
«venganza del esprit de l'escalier».
Hace tiempo, cuando se produjo un trivial incidente cuyo pleno
significado no se me reveló hasta que hubo pasado, no dije esta boca es mía,
pero su recuerdo aún me abrasa. Fue con ocasión de un simposio de historiadores
organizado por una respetable universidad. Un viejo profesor extranjero,
invitado especial, acababa de hablar de la pintura de paisaje de los Song
cuando un joven universitario local se adueñó de la tribuna y se lanzó a una
larga y apasionada denuncia de la ponencia de su erudito predecesor en el uso
de la palabra. No se puede decir que su diatriba fuese muy original, pues
rebosaba de todos los lugares comunes de la corriente maoísta, entonces en
boga. Apoyado por una entusiasta claque de admiradores autóctonos, el tribuno
revolucionario nos explicó que había que estar ciego por culpa de todos los
prejuicios del elitismo burgués para admirar la pintura china antigua, obra de
explotadores y de parásitos, mientras que el verdadero arte de China-que los
mandarines académicos se obstinaban en ignorar-era producido por las masas
populares de campesinos, obreros y soldados. En pocas palabras, el latiguillo
habitual en la época, totalmente olvidado hoy. La violencia de este ataque
sorprendió al viejo profesor, hombre frágil y refinado, pero permaneció en
silencio. No quedaba, por lo demás, tiempo ya para el debate, y el presidente
levantó precipitadamente la sesión.
Entre la concurrencia, formada en su mayor parte por gente educada y cortés, se
había dejado sentir una incomodidad muy real; pero, en general, cuando a unas
personas decentes se las enfrenta a una indecencia masiva, procuran aparentar
por todos los medios que no pasa nada.
De hecho, lo más chocante del caso no fueron las banales vociferaciones del
joven energúmeno, sino el silencio que guardamos todos nosotros. De repente
comprendí la verdad de la frase de Hugo: «Todo sabio es un poco cadáver». Esa
reunión académica olía a chamusquina.
Aun desaprobando las malas maneras de su ardoroso colega, la mayoría de
aquellos universitarios consideraba en el fondo que, en un debate intelectual,
toda opinión es respetable; nadie parecía comprender que lo que se acababa de
oír no era una opinión entre otras, sino una constatación de la defunción de la
idea misma de universidad. En efecto, lo que el joven ideólogo había
proclamado-sin provocar la menor refutación-era lo ilegítimo de los juicios de
valor; pero si la verdad no es más que un prejuicio de clase, toda la empresa
universitaria queda reducida a una farsa absurda. ¿Cómo se podría estudiar, por
ejemplo, la literatura y las artes sin referirse a la noción de calidad literaria
y artística? Sin esta referencia, los dibujos animados de Superman y los
folletines sentimentales de Barbara Cartland constituirían un tema de estudio
tan válido como las obras de Shakespeare y de Miguel Ángel. Es ésta, por lo
demás, la conclusión ampliamente adoptada hoy por la universidad.
En
una carta (demasiado poco conocida), Hannah Arendt ha recordado que la Verdad
no es un resultado de la reflexión, sino su condición previa y su punto de
partida: sin una experiencia previa de la Verdad es imposible desarrollar
ninguna reflexión. Pero esta evidencia indiscutible de los primeros principios
ya había sido ilustrada hace dos mil trescientos años por un célebre apólogo de
Zhuang Zi. Zhuang Zi y el maestro de lógica Hui Zi se paseaban por el puente
del río Hao. Zhuang Zi observó: «¡Mira lo felices que son los pececillos que se
agitan ágiles y libres!». Hui Zi objetó: «Si no eres un pez, ¿de dónde sacas
que los peces son felices?». «Como tú no eres yo, ¿cómo puedes saber lo que yo
sé de la felicidad de los peces?». «Te concedo que yo no soy tú y que, por
tanto, no puedo saber lo que tú sabes. Pero como tú no eres pez, no puedes
saber si los peces son felices». «Retomemos las cosas desde un
principio—replicó Zhuang Zi—. Cuando me has preguntado “¿De dónde sacas que los
peces son felices?”, la forma misma de tu pregunta implicaba que sabías que yo
lo sé. Pero ahora, si quieres saber de dónde lo sé, pues bien, lo sé desde lo
alto del puente»
Cosa
mentale. Acción superior de la inacción
Vasari,
cuando describe la manera en que trabajaba Leonardo da Vinci en La última
cena … cuenta que el prior se irritaba por los largos intervalos de inacción …, Leonardo se mostró totalmente dispuesto a explicar los secretos del arte de pintar: «A menudo
los hombres de genio hacen mucho más cuanto menos actúan, pues tienen que
meditar acerca de sus invenciones y madurar en su espíritu las ideas perfectas
que expresarán posteriormente reproduciéndolas con sus manos» (…) Los chinos
consideran que “pintar es sobre todo difícil antes de pintar”, pues “la idea de
preceder al pincel”. Por eso la noción de que la pintura es una cosa mentale,
ha sido siempre evidente para ellos. En occidente, es por el contrario la
definición de Jackson Pollock “painting es something physical”.
Esperando al señor Wu. El
arte de la lítote, de los blancos y de la ausencia
Esta potencia expresiva
de los “blancos” del relato es confirmada por las iniciativas de la censura.
Ningún escritor dispone de un poder verbal capaz de rivalizar con la imaginación
de sus lectores; así, todo su arte consiste en tocar esta tecla
Nuestro único paraguas.
Del papel del arte en las expediciones polares en particular y en la vida en
general
Hace
algunos años —¿lo recordáis?— el actor inglés Hugh Grant fue detenido por la
policía de Los Ángeles cuando estaba dedicándose en un lugar público, en
compañía de una buscona nocturna, a una actividad particularmente privada. Para
el común de los mortales, semejante desventura sería simplemente incómoda,
pero, para un actor tan célebre, habría podido tener consecuencias
catastróficas: toda su carrera en Hollywood pareció por un momento a punto de
zozobrar. En medio de este marasmo, fue entrevistado por un periodista
estadounidense, que le hizo una pregunta... muy estadounidense: «¿Va ahora
usted a un psicoterapeuta?». «No —respondió Grant—, en Inglaterra leemos
novelas». Medio siglo antes que él, Carl Gustav Jung había formulado en
términos más técnicos el exacto corolario de esta misma noción: «Cuando un
individuo pierde contacto con el universo mítico, y su vida se ve así reducida
al único dominio de los hechos, su salud mental se encuentra en gran peligro».
Dicho de otro modo: la gente que no lee novelas ni poemas corre el riesgo de
estrellarse contra la muralla de los hechos o de morir reventada bajo el peso
de las realidades. Y entonces es preciso llamar con toda urgencia al doctor
Jung y a sus colegas para tratar de volver a reunir los pedazos.
El
ilustre doctor Farabeuf ya nos había puesto en guardia: «La buena salud es un
estado precario que no presagia nada bueno». Pero el problema es más
fundamental aún y Unamuno hizo de él un buen diagnóstico: «El hombre, por ser
hombre, por tener conciencia, es ya, respecto al burro o al cangrejo, un animal
enfermo. La conciencia es una enfermedad».
Nuestro
equilibrio interior es siempre precario y está amenazado, pues somos
constantemente el blanco de pruebas y agresiones de la realidad cotidiana. El
resultado de las luchas de la vida es siempre incierto, y, en resumidas
cuentas, es quizá un personaje de Mario Vargas Llosa el que ha dado la mejor
descripción de nuestra condición común: ´La vida es un tornado de mierda, en el
que el arte es nuestro único paraguas´
Sin
orden ni concierto
Un
joven periodista que entrevistaba a Martha Graham preguntó a la gran bailarina
y coreógrafa sobre el asunto de los plagios artísticos. «Escuche, amigo mío
—respondió el viejo monstruo sagrado poniendo su mano artrítica sobre el brazo
de su interlocutor—, somos todos unos ladrones. Pero, a fin de cuentas, sólo
seremos juzgados por dos cosas: por aquel a quien hemos elegido desvalijar y
por lo que hayamos hecho con ello». T. S. Eliot decía, por otra parte, poco más
o menos lo mismo: «Los poetas inmaduros imitan; los maduros roban».
¿De
quién es? “Para el filósofo siempre hay más pasto en los valles de la necedad
que en las áridas alturas de la inteligencia”. Uno juraría que es de Michaux, y
de la mejor cosecha, pero en realidad, se trata de un pensamiento de Wittgenstein
El
imperio de lo feo
La
belleza llama a la catástrofe del mismo modo que los campanarios atraen el
rayo. La administración de servicios públicos que hace pasar una autopista por
en medio de Stonehenge, o una vía férrea a través de las ruinas de
Villers-la-Ville, el monje que prende fuego al Kinkakuji, el municipio que
transforma la iglesia abacial de Cluny en una cantera de piedras, el energúmeno
que lanza un bote de pintura acrílica al último autorretrato de Rembrandt, o el
que ataca con un martillo la madona de Miguel Ángel, obedecen todos ellos, sin
saberlo, a una misma pulsión.
Los verdaderos filisteos no son una gente incapaz
de reconocer la belleza, pues claro que la reconocen y muy bien, la detectan al
instante, y con un olfato tan infalible como el del esteta más sutil, pero es
para poder caer inmediatamente sobre ella con el fin de ahogarla antes de que
pueda entrar en su universal imperio de fealdad. Pues la ignorancia, el
oscurantismo, el mal gusto o la estupidez no son fruto de simples carencias,
sino de otras tantas fuerzas activas, que se afirman furiosamente a la menor
oportunidad, y no toleran ninguna excepción a su tiranía. El talento inspirado
siempre es un insulto a la mediocridad. Y si esto es cierto en el orden
estético, aún lo es más en el moral. Más que la belleza artística, la belleza
moral parece tener el don de exasperar a nuestra triste especie. La necesidad
de rebajarlo todo a nuestro miserable nivel, de mancillar, burlarse y degradar
todo cuanto nos domina por su esplendor es probablemente uno de los rasgos más
desoladores de la naturaleza humana.
Acerca del gusto
Algunos
juicios no condenan más que a su autor. Cuando Wagner reprocha a Mozart su
«falta de seriedad», no nos dice nada esclarecedor sobre Mozart, sino que, por
el contrario, hace que descubramos de golpe de qué pie cojea Wagner. (…) ’El mal gusto lleva al crimen’,
decía Stendhal. No es falso, pero a esto habría que añadir que el buen gusto no
lleva a menudo más que al salón de madame Verdurin. El buen gusto tiene esto en
común con la humor y la santidad, que no es posible alcanzarlo por medio de un
esfuerzo de la voluntad: a partir que toma conciencia de sí mismo se acabó…”.
Marginalia
En
este sentido, la catedral carente de armonía, heteróclita y viva es en realidad
una transposición a la piedra de la visión de San Agustín: “Dejé de aspirar a
un mundo mejor, pues contemplé por fin la creación en su totalidad, y a la luz
de esta inteligencia más clara, llegué a comprender que, aunque las cosas
superiores fuesen mejores que las cosas inferiores, la suma total de la
Creación es mejor que las cosas superiores por sí solas”
¿Cómo
leer?
Como
decía C.S.Lewis “La verdad es siempre acerca de algo, mientras que la realidad
es eso mismo de lo que habla la verdad”.
Mentiras
verdaderas
La
verdad no es relativa; por su propia naturaleza está al alcance de todos; es
simple y evidente: a menudo incluso, de manera que duele.
El
verdadero problema es que, a fin de cuentas –como todos nosotros, la mayor
parte del tiempo-, tenía la verdad delante de las narices, pero prefirió
lavarse las manos
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