El mundo y yo dimos un salto el uno
hacia el otro. Tomas Tranströmer
Candy
Rota sobre el arcoiris,
descubro que la lluvia
es mi única coraza.
Celebración
Como cada año amarillo,
las calles se llenan de vestidos
que hacen daño en el cuello,
de pies con zapatos de baile
para estatuas.
En las casetas de tiro surgen
chaquetas con hombros,
proyectiles excesivos
que escupen regalos a las nubes.
Peluches agujereados,
pequeñas botellas abolladas
y tesoros que almacenaremos
en un anaquel inadvertido.
Estaciones atrás, un día como éste,
me crucé con una ristra de celofanes,
con mujeres que decían lo hermoso
que es colecciones brillos y baberos.
Sollocé y pataleé
por un pedazo rojo brillante:
alguien me regaló
lo que parecía un bastón de caramelo.
Al morderlo, el plástico me reveló
que jamás lo que deseamos se parece a lo
obtenido.
Con la soberbia de la infancia,
lo pisoteé en el suelo,
convirtiendo el bastón
una caricatura de azúcar astillado.
Al saber qué había hecho, me eché a
llorar:
todos los niños -menos yo- tenían un
bastón,
exactamente igual a aquel que yo hice
trizas.
Siempre todos menos yo; siempre nadie menos
yo.
Hoy sigo destruyendo
-cebándome con saña-
las cosas que más quiero.
Ragazza
«Discúlpeme» -sueño que le interrumpo en
plena calle-, «lleva usted mi corazón pegado a la suela del zapato». Y,
entonces, descubro que también me envuelve el violeta dulce y calmo de sus
ojos.
Árbol genealógico
Yo pertenezco a una raza de mujeres con
el corazón biodegradable.
Cuando una de nosotras muere
exhiben su cadáver en los parques
públicos, los niños se acercan para curiosear en su garganta de hojalata, se
celebran festines con moscas y gusanos, me cae mal porque me hizo sonreír a mí,
que soy tan triste.
A los treinta días exactos de su muerte
el cuerpo de esta extraordinaria raza
se autodestruye, y a las puertas de
vuestras casas llaman los restos del alma de las mujeres sobrenaturales,
chocan contra vuestras paredes, sus
empastes y sus uñas agujerean vuestras ventanas
hasta que sangran nuestras aortas
clavadas a la tierra, igual que las raíces.
Al morir nos abren el estómago, examinan
con los dedos su interior, rebuscan entre las vísceras el mapa del tesoro,
sacan sus dedos negros de todos los
poemas que se nos han quedado dentro con los años.
Un espectáculo.
Pertenezco a una raza desarrollada más
allá de los púlpitos. Soy una de ellas porque mi corazón mancha al tomarlo
entre las manos, porque coincide en tamaño con el hueco de un nicho;
fresco y dulce como el de un animal,
chupad mi corazón para que, al morir, sepan que hemos estado juntos.
Soy una de ellas porque mi corazón será
abono. Porque mi sangre, que es la suya, sube y baja por mi cadáver como por
escaleras mecánicas;
porque el fundamento de mi carácter, al
descomponerse, se incorpora a una especie salvaje
que ladra y que hiere y que te lleva a
su terreno, que ignora las afrentas, que jamás se extinguirá.
Luna llena en la primera casa de la
identidad
Madurar era esto: no caer al suelo,
chocar contra el suelo, contemplar el pudrirse de la piel igual que un fruto
antiguo.
la han arrancado de su hábitat: por
mucho que te empeñes, nada sobrevive/ en un clima que no le pertenece
Porque cuando todo va bien
Algo se mancha
A Virginia,
madre de dos hijos compañera de primaria de la autora
Ocupáis tres asientos frente a mí en el
autobús que se desplaza desde nuestro barrio alejado del centro; al centro; al
centro de nuestra localidad minúscula, entiéndase, no al centro de las cosas,
no a la esencia misma ni a la materia nuclear donde la vida
bang
donde la vida
se expande y obedece a todos los
fenómenos —etcétera— que dicta la astrofísica. Lo proclaman las asignaturas que
rodeábamos porque éramos de letras; lo proclaman los inexpugnables mecanismos
que atañen a vocablos tan comunes como universo, vida, muerte, amor.
Ocupáis tres asientos frente a mí en la parte trasera del transporte público:
el niño a la derecha, en el centro la niña, la madre a la izquierda.
Ahora tú, hija pequeña de Virginia:
chándal rosa gastado —igual que los plumieres de tu madre— con
un personaje que mi edad y condición soltera ignoran.
Ahora tú, hijo mayor de Virginia, intuyo
en tu barbilla y tus orejas los rasgos que heredaste de tu padre, y me pregunto
si Virginia los maldice—Virginia, ¿los maldices?—a la hora del baño.
Pero tú, Virginia, tan rubia, ¿lo
recuerdas? Allá donde entonces combatíamos piojos
ahora
bang
ahora
escondemos el tiempo.
Aquí tú lees una revista, Virginia, aquí
tú no me reconoces: ¿te sirven los consejos del cuché, oh tú, tan rubia e
inocente? Virginia, siempre con mi edad y ahora con dos hijos, sin anillo en el
dedo, con un bolso colmado de galletas: Virginia, hijo mayor de Virginia, hija
pequeña de Virginia, años luz caídos años luz quebrados en la comisura de los
labios, cerrad los ojos y pedid un deseo
frente a mí
en el autobús destartalado que nos salva
del barrio periférico y nos acerca al centro, lejos de los bancos en los que
los adolescentes beben y las noches golpean los jardines, cierra los ojos,
Virginia, porque en estos veintiocho minutos de trayecto he pensado en
nosotras, en ti que no me reconoces veinte años más tarde, en tus canas donde
la gente que nunca te habló, en tus canas donde la gente reía y se burlaba.
Cristal del autobús junto a Virginia,
espejito de ambas, tus uñas rojas comidas al fregar los platos, una gota de
laca roja en tu dedo anular, oh Virginia, oh rubia e inocente, yo he pensado en
nosotras,
bang
yo he pensado en nosotras.
No sé si sabes a lo que me refiero.
Te estoy hablando del fracaso.
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