- Cuenta que al levantar el borde de la sábana que cubría el rostro del ahogado, en la cenagosa profundidad de pantano de sus ojos abiertos, revivió un barrio de solares ruinosos y tronchados geranios atravesado de punta a punta por silbidos de afilador, un aullido azul. Y que a pesar de las elegantes sienes plateadas, la piel bronceada y los dientes de oro que lucía el cadáver, le reconoció; que todo habían sido espejismos, dijo, en aquel tiempo y en aquellas calles, incluido este trapero que al cabo de treinta años alcanzaba su corrupción final enmascarado de dignidad y dinero.
- Ya soy mayor, ya soy memoria y a partir de hoy no podréis conmigo, brujas
- Se paró un momento y se quedó quieto, mirando la calle en pendiente. Podía reconstruir la calle Escorial de memoria, casa por casa, esquina por esquina. Se volvió para mirar tras de él la sombría mole del templo firmemente asentado, aculado en su ayer miserable y violento. Fue como si una sombra de ese ayer, desplazándose con sigilo, pasara por su lado y le rozara, dejando prendido en alguna parte de su cuerpo un jirón sedoso, uan telaraña negra. Se volvió otra vez, y, unos metros más allá, ella había dejado de empujar la silla y le miraba esperando algo. Pero el celador no entendía esa mirada. Ninguna palabra, ninguna expresión vino a sustituir aquel snentido que a él se le escapaba, hasta que su mano tropezó con la mantilla y comprendió. La mantilla se había enganchado en su hombro al pasar ella y colgaba de una crin que traspasaba la guata. Cabizbajo, con líquido en los ojos y en las palabras, devolvió la prenda disculpándose, ella murmuró gracias y siguió su camino empujando la silla de ruedas.
- Hombres de hierro, forjados en tantas batallas, soñando como niños.
jueves, 26 de marzo de 2009
Si te dicen que caí. Juan Marsé
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