jueves, 5 de septiembre de 2013

Ética demostrada según el orden geométrico - Baruch Spinoza

Cada cosa se esfuerza, cuando está a su alcance, por perseverar en su ser
"lo más característico de la teoría spinoziana de las pasiones es el radical y racional egoismo al que responde, por probable influencia de Hobbes"
Unamuno se conmovía ante la revelación del "hombre Espinosa", que él llamaba palpitante bajo las áridas fórmulas de su obra fundamental "si se lee la Ética como lo que es: un desesperado poema elegíao..."
El hombre dentro de la naturaleza, no es como un "imperio dentro de otro imperio"; en la naturaleza no hay ni bien ni mal, nociones relativas sólo a la utilidad humana y como la Naturaleza no obra con vistas a fin alguno, la conducta ética se explica como todo lo demás, en virtud de causas eficientes, no finales. Cualquier intento de hacer del hombre una excepción es vano y la virtud no está en negar la Naturaleza, sino en ejercitar la potencia hasta donde sea posible sin dañar la permanencia del propio ser.
Como la virtud es potencia, se sigue también que el mundo ético de Espinosa permanezca muy alejado del cristiano: así, ni la humildad ni el arrepentimiento son considerados virtudes, pues son sólo conocimiento de la impotencia, esto es, conocimiento inadecuado.

Deus Sive Natura

Con lo dicho, he explicado la naturaleza de Dios y sus propiedades, a saber: que existe necesariamente; que es único; que es y obra en virtud de la sola necesidad de su naturaleza; que es causa libre de todas las cosas, y de qué modo lo es; que todas las cosas son en Dios y dependen de Él, de suerte que sin Él no pueden ser ni concebirse; y, por último, que todas han sido predeterminadas por Dios, no, ciertamente, en virtud de la libertad de su voluntad o por su capricho absoluto, sino en virtud de la naturaleza de Dios, o sea, su infinita potencia, tomada absolutamente.
Todos los prejuicios que intento indicar aquí dependen de uno solo, a saber, el hecho de que los hombres supongan, comúnmente, que todas las cosas de la naturaleza actúan, al igual que ellos mismos, por razón de un fin, e incluso tienen por cierto que Dios mismo dirige todas las cosas hacia un cierto fin, pues dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre, y ha creado al hombre para que le rinda culto. Consideraré, pues, este solo prejuicio, buscando, en primer lugar, la causa por la que le presta su asentimiento la mayoría, y por la que todos son tan propensos naturalmente a darle acogida. Después mostraré su falsedad y, finalmente, cómo han surgido de él los prejuicios acerca del bien y el mal, el mérito y el pecado, la alabanza y el vituperio, el orden y la confusión, la belleza y la fealdad, y otros de este género.

Ahora bien: deducir todo ello a partir de la naturaleza del alma humana no corresponde a este lugar. Aquí me bastará con tomar como fundamento lo que todos deben reconocer, a saber: que todos los hombres nacen ignorantes de las causas de las cosas, y que todos los hombres poseen apetito de buscar lo que les es útil, y son conscientes de ello. De ahí se sigue, primero, que los hombres se imaginan ser libres, puesto que son conscientes de sus voliciones y de su apetito, y ni soñando piensan en las causas que los disponen a apetecer y querer, porque las ignoran. Se sigue, segundo, que los hombres actúan siempre con vistas a un fin, a saber: con vistas a la utilidad que apetecen, de lo que resulta que sólo anhelan siempre saber las causas finales de las cosas que se llevan a cabo, y, una vez que se han enterado de ellas, se tranquilizan, pues ya no les queda motivo alguno de duda

La naturaleza no tiene fin alguno prefijado, y que todas las causas finales son, sencillamente, ficciones humanas, no harán falta muchas palabras

Y no debe olvidarse aquí que los secuaces de esta doctrina, que han querido exhibir su ingenio señalando fines a las cosas, han introducido, para probar esta doctrina suya, una nueva manera de argumentar, a saber, la reducción, no a lo imposible, sino a la ignorancia, lo que muestra que no había ningún otro medio de probarla. (...) no cesarán de preguntar las causas de las causas, hasta que os refugiéis en la voluntad de Dios, ese asilo de la ignorancia.

En el Escolio de la Proposición 17 de esta Parte he explicado en qué sentido el error consiste en una privación de conocimiento; pero para una más amplia explicación de este asunto daré un ejemplo, a saber: los hombres se equivocan al creerse libres, opinión que obedece al solo hecho de que son conscientes de sus acciones e ignorantes de las causas que las determinan. Y, por tanto, su idea de «libertad» se reduce al desconocimiento de las causas de sus acciones, pues todo eso que dicen de que las acciones humanas dependen de la voluntad son palabras, sin idea alguna que les corresponda.

Queda sólo por indicar cuán útil es para la vida el conocimiento de esta doctrina, lo que advertimos fácilmente por lo que sigue, a saber:
En cuanto nos enseña que obramos por el solo mandato de Dios, y somos partícipes de la naturaleza divina, y ello tanto más cuanto más perfectas acciones llevamos a cabo, y cuanto más y más entendemos a Dios. Por consiguiente, esta doctrina, además de conferir al ánimo un completo sosiego, tiene también la ventaja de que nos enseña en qué consiste nuestra más alta felicidad o beatitud, a saber: en el solo conocimiento de dios, por el cual somos inducidos a hacer tan sólo aquello que el amor y el sentido del deber aconsejan. Por ello entendemos claramente cuánto se alejan de una verdadera estimación de la virtud aquellos que esperan de Dios una gran recompensa en pago a su virtud y sus buenas acciones, como si se tratase de recompensar una estrecha servidumbre, siendo así que la virtud y el servicio de Dios son ellos mismos la felicidad y la suprema libertad.
En cuanto enseña cómo debemos comportarnos ante los sucesos de la fortuna (los que no caen bajo nuestra potestad, o sea, no se siguen de nuestra naturaleza), a saber: contemplando y soportando con ánimo equilibrado las dos caras de la suerte, ya que de los eternos decretos de Dios se siguen todas las cosas con la misma necesidad con que se sigue de la esencia del triángulo que sus tres ángulos valen dos rectos.
Esta doctrina es útil para la vida social, en cuanto nos enseña a no odiar ni despreciar a nadie, a no burlarse de nadie ni encolerizarse contra nadie, a no envidiar a nadie. Además es útil en cuanto enseña a cada uno a contentarse con lo suyo, y a auxiliar al prójimo, no por mujeril misericordia, ni por parcialidad o superstición, sino sólo por la guía de la razón, según lo demanden el tiempo y las circunstancias, como lo mostraré en la cuarta parte.
Por último, esta doctrina es también de no poca utilidad para la sociedad civil, en cuanto enseña de qué modo han de ser gobernados y dirigidos los ciudadanos: a saber, no para que sean siervos, sino para que hagan libremente lo mejor.

Así pues, quienes creen que hablan, o callan o hacen cualquier cosa por libre decisión del alma, sueñan con los ojos abiertos.

Cuando el alma imagina su impotencia se entristece

Está claro, pues, que los hombres son por naturaleza proclives al odio y la envidia, y a ello contribuye la educación misma. Pues los padres suelen incitar a los hijos a la virtud con el solo estímulo del honor y la envidia. Acaso quede algún motivo de duda, pues no es raro que admiremos las virtudes de los hombres y los veneremos.Corolario: Nadie envidia por su virtud a alguien que no sea su igual.

Con esto, creo haber explicado y mostrado por sus prime­ras causas los principales afectos y fluctuaciones del ánimo que surgen de la composición de los tres afectos primitivos, a saber: el deseo, la alegría y la tristeza. Por ello, es evidente que nosotros somos movidos de muchas maneras por las causas exteriores, y que, semejantes a las olas del mar agitadas por vientos contrarios, nos balanceamos, ignorantes de nues­tro destino y del futuro acontecer.

El amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior.

La templanza, la sobriedad y la castidad aluden a la potencia del alma y no a pasión alguna.

Así pues, nada puede oponerse a estos afectos, salvo la generosidad y la firmeza de ánimo.
Llamo servidumbre a la impotencia humana para moderar y reprimir sus afectos, pues el hombre sometido a los afectos no es independiente, sino que está bajo la jurisdicción de la fortuna, cuyo poder sobre él llega hasta el punto que a menudo se siente obligado, aun viendo lo que es mejor para él, a hacer lo que es peor.

Vemos, pues, que los hombres se han habituado a llamar perfectas o imperfectas a las cosas de la naturaleza, más en virtud de un prejuicio, que por verdadero conocimiento de ellas. (...) Así, pues, la razón o causa por la que Dios, o sea, la Naturaleza, obra, y la razón o causa por la cual existe, son una sola y misma cosa. Por consiguiente, como no existe para ningún fin, tampoco obra con vistas a fin alguno, sino que, así como no tiene ningún principio o fin para existir, tampoco los tiene para obrar. (...) Como ya he dicho a menudo, los hombres son, sin duda, conscientes de sus acciones y apetitos, pero inconscientes de las causas que los determinan a apetecer algo.

Todos los prejuicios que intento indicar aquí dependen de uno solo, a saber: el hecho de que los hombres supongan, comúnmente, que todas las cosas de la naturaleza actúan, al igual que ellos mismos, por razón de un fin, e incluso tienen por cierto que Dios mismo dirige todas las cosas hacia un cierto fin, pues dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre, y ha creado al hombre para que le rinda culto. Consideraré, pues, este solo prejuicio, buscando, en primer lugar, la causa por la que le presta su asentimiento la mayoría, y por la que todos son tan propensos, naturalmente, a darle acogida. Después mostraré su falsedad y, finalmente, cómo han surgido de él los prejuicios acerca del bien y el mal, el mérito y el pecado, la alabanza y el vituperio, el orden y la confusión, la belleza y la fealdad, y otros de este género. todos los hombres nacen ignorantes de las causas de las cosas, y que todos los hombres poseen apetito de buscar lo que les es útil, y de ello son conscientes. De ahí se sigue, primero, que los hombres se imaginan ser libres, puesto que son conscientes de sus voliciones y de su apetito, y ni soñando piensan en las causas que les disponen a apetecer y querer, porque las ignoran. Se sigue, segundo, que los hombres actúan siempre con vistas a un fin, a saber: con vistas a la utilidad que apetecen, de lo que resulta que sólo anhelan siempre saber las causas finales de las cosas que se llevan a cabo, y, una vez que se han enterado de ellas, se tranquilizan, pues ya no les queda motivo alguno de duda. Si no pueden enterarse de ellas por otra persona, no les queda otra salida que volver sobre sí mismos y reflexionar sobre los fines en vista de los cuales suelen ellos determinarse en casos semejantes, y así juzgan necesariamente de la índole ajena a partir de la propia. Además, como encuentran, dentro y fuera de sí mismos, no pocos medios que cooperan en gran medida a la consecución de lo que les es útil, como, por ejemplo, los ojos para ver, los dientes para masticar, las hierbas y los animales para alimentarse, el sol para iluminar, el mar para criar peces, ello hace que consideren todas las cosas de la naturaleza como si fuesen medios para conseguir lo que les es útil.

El hombre está sujeto siempre, necesariamente, a las pasiones y que sigue el orden común de la naturaleza, obedeciéndolo y acomodándose a él cuando lo exige la naturaleza de las cosas.

Un afecto es una idea, por la cual el alma afirma una fuerza de existir mayor o menor que antes, y, de esta suerte, no posee nada positivo que pueda ser suprimido por la presencia de lo verdadero; por consi­guiente, el conocimiento verdadero del bien y del mal, en cuanto verdadero, no puede reprimir ningún afecto. Ahora bien, en la medida en que es un afecto, sólo si es más fuerte que el afecto que ha de ser reprimido podrá reprimir dicho afecto.

Como la razón no exige nada que sea contrario a la naturaleza, exigue, por consiguiente, que cada cual se ame a sí mismo, busque su utilidad propia -lo que realmente le sea útil-, apetezca todo aquello que conduce realmente al hombre a una perfección mayor y, en términos absolutos, que cada cual se esfuerce cuanto está en su mano para conservar su ser. Y así, nada es más útil al hombre que el hombre; quiero decir que nada pueden desear los hombres que sea mejor par ala conservación de su ser que el concordar todos en todas las cosas, de suerte que las almas de todos formen como una sola alma, y sus cuerpos como un solo cuerpo, esforzándose todos a la vez, cuanto puedan, en conservar su ser, y buscando todos a una la común utlidad, de donde se sigue que los hombres que se guían por la razón, es decir, los hombres que buscan su utilidad bajo la guía de la razón, no apetecen para sí nada que no deseen para los demás hombres, y por ello, son justos, dignos de confianza y honestos.

Nadie puede desear ser feliz, obrar bien y vivir bien, si no desea al mismo tiempo ser, obrar y vivir, esto es, existir en acto. Demostración: La demostración de esta Proposición, o más bien la materia misma de ella, es evidente de por sí, y también en virtud de la definición del deseo. El deseo, en efecto, de vivir felizmente, o sea, de vivir y obrar bien, etc., es la esencia misma del hombre, es decir, el esfuerzo que cada uno realiza por conservar su ser.

El supremo bien del alma es el conocimiento de Dios, y su suprema virtud, la de conocer a Dios. Demostración: Lo más alto que el alma puede conocer es Dios, esto es, un ser absolutamente infinito, y sin el cual nada puede ser ni ser concebido; y así la suprema utilidad del alma, o sea, su supremo bien, es el conocimiento de Dios. Además, el alma sólo obra en la medida en que conoce, y sólo en dicha medida puede decirse, absolutamente, que obra según la virtud. Así pues, la virtud absoluta del alma es el conocimien­to. Ahora bien, lo más alto que el alma puede conocer es Dios (como acabamos de demostrar). Por consiguiente, la suprema virtud del alma es la de entender o conocer a Dios.

Los hombres sólo concuerdan siempre necesariamente en naturaleza en la medida en que viven bajo la guía de la razón.

Cuanto más busca cada hombre su propia utilidad, tanto más útiles son los hombres mutuamente.

El supremo bien de los que siguen la virtud es común a todos, y todos pueden gozar de él igualmente. Demostración: Obrar según la virtud es obrar bajo la guía de la razón, y todo esfuerzo realizado por nosotros según la razón es conoci­miento, y, de esta suerte, el supremo bien de los que siguen la virtud consiste en conocer a Dios, es decir, un bien que es común a todos los hombres, y que puede ser poseído igualmente por todos los hombres, en cuanto que son de la misma naturaleza.

Por otra parte, la diferencia entre la verdadera virtud y la impotencia se percibe fácilmente por lo dicho anteriormente, a saber: la verdadera virtud no es otra cosa que vivir según la guía de la razón, y la impotencia consiste solamente en el hecho de que el hombre se deja llevar por las cosas exteriores, y resulta determinado por ellas a hacer lo que la ordinaria disposición de esas cosas exteriores exige, pero no lo que exige su propia naturaleza, considerada en sí sola. En su virtud, es evidente que leyes como la que prohibiera matar a los animales estarían fundadas más en una vana superstición, y en una mujeril misericordia, que en la sana razón. Pues la regla según la cual hemos de buscar nuestra utilidad nos enseña, sin duda, la necesidad de unirnos a los hombres, pero no a las bestias o a las cosas cuya naturaleza es distinta de la humana.

Así, pues, servirse de las cosas y deleitarse con ellas cuanto sea posible (no hasta la saciedad, desde luego, pues eso no es deleitarse) es propio de un hombre sabio. Quiero decir que es propio de un hombre sabio reponer fuerzas y recrearse con alimentos y bebidas agradables, tomados con moderación, así como gustar de los perfumes, el encanto de las plantas verdeantes, el ornato, la música, los juegos que sirven como ejercicio físico, el teatro y otras cosas por el estilo, de que todos pueden servirse sin perjuicio ajeno alguno.

Cuanto más nos esforzamos en vivir según la guía de la razón, tanto más nos esforzamos en no depender de la esperanza, librarnos del miedo, tener el mayor imperio posible sobre la fortuna y dirigir nuestras acciones conforme al seguro consejo de la razón.

Quien acostumbra a ser tocado de conmiseración, y se con­mueve ante la miseria o las lágrimas ajenas, suele hacer cosas de las que luego se arrepiente, tanto porque, si nos guiamos por el mero afecto, no hacemos nada que sepamos con certeza ser bueno, como porque las falsas lágrimas nos embaucan fácilmente. Y aquí hablo expresamente del hombre que vive bajo la guía de la razón. Pues el que no es movido ni por la razón ni por la conmiseración a ayudar a los otros, merece el nombre de inhumano que se le aplica. Pues no parece semejante a un hombre.

La humildad no es una virtud, o sea, no nace de la razón. Es una tristeza que brota de que el hombre considera su propia impotencia.

Los supersticiosos, que se aplican a censurar los vicios más bien que a enseñar las virtudes, y que procuran, no guiar a los hombres según la razón, sino contenerlos por el miedo de manera que huyan del mal más bien que amen las virtudes, no tienden sino a hacer a los demás tan miserables como ellos mismos; y, por ello, no es de extrañar que resulten generalmente molestos y odiosos a los hombres.

Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida.
Demostración: Un hombre libre, esto es, un hombre que vive sólo según el dictamen de la razón, no se deja llevar por el miedo a la muerte, sino que desea el bien directamente, esto es, desea obrar, vivir o conservar su ser poniendo como fundamento la búsqueda de su propia utilidad, y, por ello, en nada piensa menos que en la muerte, sino que su sabiduría es una meditación de la vida.

En un hombre libre, pues, una huida a tiempo revela igual firmeza que la lucha; o sea, que el hombre libre elige la huida con la misma firmeza o presencia de ánimo que el combate.

La libertad del alma o sea la felicidad

Un afecto que es una pasión deja de ser pasión tan pronto como nos formams de él una idea clara y distinta. Así pues un afecto está tanto más bajo nuestra potestad, y el alma padece tanto menos por su causa, cuanto más conocido nos es.

Quien se conoce a sí mimo clara y distintivamente, y conoce de igual modo sus afectos, ama a Dios, y tanto más cuanto más se conoce a sí mismo y más conoce sus afectos.

Con esto, he recogido todos los remedios de los afectos, o sea, todo el poder que el alma tiene, considerada en sí sola, contra los afectos. Por ello es evidente que la potencia del alma sobre los afectos consiste: primero, en el conocimiento mismo de los afectos; segundo, en que puede separar los afectos del pensamiento de una causa exterior que imaginamos confusamente ; tercero, en el tiempo, por cuya virtud los afectos referidos a las cosas que conocemos superan a los que se refieren a las cosas que concebimos confusa o mutiladamente; cuarto, en la multitud de causas que fomentan los afectos que se refieren a las propiedades comunes de las cosas, o a Dios; quinto, en el orden —por último— con que puede el alma ordenar sus afectos y concatenarlos entre sí.

La muerte es tanto menos nociva cuanto mayor es el conocimiento claro y distinto del alma, y, consiguientemente, cuanto más ama el alma a Dios.

La felicidad no es un premio que se otorga a la virtud, sino que es la virtud misma, y no gozamos de ella porque reprimamos nuestras concupiscencias, sino que, al contrario, podemos reprimir nuestras concupiscencias porque gozamos de ella. (…) El sabio, por el contrario, considerado en cuanto tal, apenas experimenta conmociones del ánimo, sino que consciente de sí mismo, de Dios y de las cosas con arreglo a una cierta necesidad eterna, nunca deja de ser, sino que siempre posee el verdadero contento del ánimo. Si la vía que, según he mostrado, conduce a ese logro parece muy ardua, es posible hallarla, sin embargo. Y arduo, ciertamente, debe ser lo que tan raramente se encuentra. En efecto: si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera conseguirse sin gran trabajo, ¿cómo podría suceder que casi todos la desdeñen?. Pero todo lo excelso es tan difícil como raro.

Una soledad demasiado ruidosa - Bohumil Hrabal

Soy una jarra llena de agua viva y agua muerta, basta que me incline un poco para que me rebosen los más bellos pensamientos, soy culto a pesar de mí mismo y ya no sé qué ideas son mías, surgidas propiamente de mí, y cuáles he adquirido leyendo, y es que durante estos treinta y cinco años me he amalgamado con el mundo que me rodea porque yo, cuando leo, de hecho no leo, sino que tomo una frase bella en el pico y la chupo como un caramelo, la sorbo como una copita de licor, la saboreo hasta que, como el alcohol, se disuelve en mí, la saboreo durante tanto tiempo que acaba no sólo penetrando mi cerebro y mi corazón, sino que circula por mis venas hasta las raíces mismas de los vasos sanguíneos.

Los libros me han enseñado, y de ellos he aprendido que el cielo no es humano en absoluto y que un hombre que piensa tampoco lo es, no porque no quiera sino porque va contra el sentido común.

(....) Así, extrajero y ajeno, cada anochecer me dirijo a mi casa, en silencio voy por las calles inmerso en una profunda meditación, paso de largo tranvías y coches y peatones, perido en una nube de libros que acabo de encontrar en mi trabajo y que me llevo a casa en la cartera, así, soñando, cruzo en verde sin percatarme de ello, sin chocar con los postes ni con la gente, camino, apestando a cerveza y a suciedad, pero sonrío porque tengo la cartera llena de libros de los cuales espero que por la noche me expliquen algo sobre mí mismo, algo que todavía desconozco.

Finalmente llego a la penumbra de mi casa, me siento en una banqueta, la cabeza se me cae y acabo dormitando con los labios húmedos sobre las rodillas. A veces me quedo dormido, encogido de este modo, hasta medianoche y, al despertarme, levanto la cabeza y me doy cuenta de que tengo el pantalón empapado en la rodilla, es la saliva de haber dormido acurrucado como un gatito en invierno, como la madera de un balancín, porque yo puedo permitirme el lujo de abandonarme ya que nunca estoy abandonado, estoy solo para poder vivir en una soledad poblada de pensamientos, porque yo soy un poco el Don Quijote del infinito y de la eternidad, y el Infinito y la Eternidad sienten predilección por la gente como yo.

…he aprendido de mis amigos limpiadores de cloacas universitarios que tan pronto como finalice dicha guerra, la potencia victoriosa se volverá a dividir en dos campos, según las leyes de la dialéctica, al igual que se fraccionan los gases y los metales y todo lo que de vivo hay en el mundo, para seguir el movimiento vital por la vía de la lucha y alcanzar la armonía por medio del equilibrio de contrarios; por eso el mundo en su conjunto nunca anda cojo. Entonces comprendí la exactitud de las palabras de Rimbaud a propósito de que la lucha del espíritu es tan terrible como cualquier guerra, comprendí las consecuencias de la dura frase de Cristo «No he venido a traer la paz sino la espada».

Jesús era un campeón de tenis que acababa de ganar Wimblendon, Lao-Tse, miserable, era como un comerciante que a pesar de sus riquezas parecía desposeído de todo; vi la sangrienta materialidad de todas las cifras y de todos los símbolos de Jesús, mientras que Lao-Tse, vestido con una mortaja, señalaba con el dedo una viga rústica; vi que Jesús era un play-boy y Lao-Tse un soltero abandonado por las glándulas, vi cómo Jesús alzaba imperativamente un brazo y con un gesto de prepotencia maldecía a sus enemigos mientras que Lao-Tse, resignado, dejaba caer sus brazos como si fuesen las alas rotas de un cisne; Jesús es un romántico, Lao-Tse un clásico, Jesús la marea alta, Lao-Tse la marea baja, Jesús la primavera, Lao-Tse el invierno, Jesús el amor contundente al prójimo, Lao-Tse el súmmum del vacío, Jesús el progressus ad futurum, Lao-Tse el regressus ad originem..."

Y al levantar la vista vi que Jesús y Lao-Tse habían desaparecido, como la falda turquesa y la rojo fuego de mis gitanas habían volado por la escalera enjabelgada, y mi jarra se había quedado vacía. Así que, agarrándola, también yo renqueé escaleras arriba, a tres patas, mi soledad demasiado ruidosa me comenzaba a marear, sólo al llegar al aire fresco de la callejuela me incorporé, con la jarra vacía firmemente agarrada.

Todo lo que he visto en este mundo está animado simultáneamente por un movimiento de vaivén, todo avanza y retrocede, como el fuelle de una fragua, como el cilindro de mi prensa cuando pulso el botón verde y el rojo, todo va y viene, oscila en su propio contrario y por eso nada en este mundo anda cojo; en cuanto a mí, hace treinta y cinco años que prenso papel viejo y sé perfectamente que para salir del paso necesitaría un título universitario de clásicas, además de haber pasado por un seminario. En mi trabajo, la espiral y el círculo se corresponden y el progressus ad futurum se confunde con el regressus ad originem; todo eso, lo vivo muy intensamente y ya que soy infelizmente feliz y culto a pesar de mí mismo, he empezado a reflexionar sobre el hecho de que el progressus ad originem se corresponda con el regressus ad futurum.

(...) le coloqué en la mano un libro de Immanuel Kant, abierto por las páginas donde figura un pasaje que siempre me conmovió… El cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral en mi interior son objeto de una renovada y creciente admiración y veneración… Después cambié de idea y busqué una frase aún más exquisita, que Kant escribió en su juventud… Cuando el tembloroso fulgor de una noche de verano se llena de estrellas titilantes y la luna alcanza su apogeo, me sumerjo en un estado de alta sensibilidad, amalgama de amistosa ternura y de menosprecio por el mundo y la eternidad…

(...) sobre la mesa, a la luz de la bombilla, tenía abierto el libro Teoría general del cielo de Immanuel Kant… En el silencio de la noche, cuando los sentidos reposan calmados, habla un espíritu inmortal en un lenguaje difícil de designar, compuesto de conceptos, que es posible comprender pero imposible describir…

(...) de vez en cuando me iba a leer un fragmento de la Teoría general del cielo, cada vez tomaba una frase y la saboreaba como si fuese un caramelo de menta.

El cielo no es humano, pero debe haber algo más que el cielo, la compasión y el amor, pero yo he permitido que se borrasen de mi memoria y cayesen en el olvido.

yo, que no he hecho más que entregarme a la lectura, esperando una señal secreta, ¿cómo he acabado?, al fin y al cabo, los libros han conspirado contra mí, sin haberme transmitido ningún mensaje del cielo; en cambio, Maruja odiaba los libros y no obstante se había convertido en lo que había sido siempre, en el ser que inspira, además le habían crecido alas, dos alas de piedra que, a la luz de la luna, brillaban como dos ventanas de un palacio imperial iluminadas en el corazón de la noche, y con aquellas alas Maruja ahuyentó nuestra love story de las largas cintas multicolores y de la caca que había trajinado en un esquí ante los clientes del Hotel Renner al pie del Monte Dorado.

El profesor se puso a saltar y correr alrededor de mí, a estirarme de la manga, me dio un billete de diez coronas, luego otro, yo miraba el dinero y decía angustiado… ¿Para poder buscar mejor? El profesor me tomó del hombro, detrás de sus dos ceniceros con diez dioptrías sus ojos parecían grandes como los de un caballo, asentía con las gafas y balbuceaba… Sí, para que pueda buscar mejor. Buscar, ¿pero qué?, dije. Y él susurró confuso… Otra felicidad… me hizo una reverencia y retrocedió unos pasos, dio media vuelta y se fue como alguien que se aleja de una desgracia.

De vuelta en la Cervecería Negra, pido un vaso de vino, después una cerveza, otro vaso de vino, sólo cuando nos aplastan sacamos el mejor jugo.

Cada objeto amado es el centro del paraíso terrenal… y yo, antes de empaquetar papel blanco en la imprenta de Melantrich, yo, como Séneca, como Sócrates, yo, en mi prensa, en mi cueva, he escogido mi caída que no es sino mi ascensión, el cilindro me aprieta las piernas a la barbilla, más y más, pero yo no dejaré que nada ni nadie me eche fuera del paraíso, estoy en mi madriguera de donde nadie puede mandarme al exilio, nadie me puede trasladar (...)

La vida para principiantes. Un diccionario intemporal - Sławomir Mrożek

LA REVOLUCION

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa. Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí. Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver. Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable. Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista. La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida. Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedó más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio. Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista. Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese ‘cierto tiempo’. Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario. Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución. Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna. Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez ‘cierto tiempo’ también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio —es decir, el cambio seguía siendo un cambio—, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo. De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama. Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba. Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.

Las cuitas del joven Werther
El director de la filarmónica nos recibió con amabilidad. —¿En qué puedo servirles? —preguntó. —Nos debe cincuenta mil. —Es posible, pero no acierto a saber por qué razón. ¿Podrían ustedes aclarármelo? —En calidad de anticipo —le aclaré. —Tal vez, es una práctica habitual. Pero anticipo, ¿a cuenta de qué? —De nuestra actuación en la filarmónica. —Sí, eso ya tiene cierto fundamento. Sin embargo, si no me falla la memoria, es la primera vez que nos vemos. ¿Acaso hemos firmado un contrato por correo? —Aún no, pero podemos firmarlo ahora mismo. —Indudablemente. Pero quisiera conocer a grandes rasgos su propuesta. ¿Ustedes forman un conjunto musical? —De momento no, pero lo formaremos. —¿Y más o menos con qué repertorio? —Eso ya lo veremos cuando aprendamos a tocar. —¿A tocar? —Sí, a tocar instrumentos musicales, por supuesto. La torpeza de ese individuo comenzaba a enervarme. —¿Quiere decir que aún no saben? —Aún o ya, ¿qué más da? El futuro de todas formas nos pertenece. ¿No ve que somos jóvenes? —¡Oh!, desde luego. Sin embargo, ¿puedo sugerirles algo? Primero aprendan a tocar, después toquen un poco y después nos vemos. El futuro sin duda les pertenece. Y no nos dio el anticipo, el muy facha. Salimos de allí perjudicados socialmente. En el muro había un cartel que anunciaba la actuación de un tal Mozart. —¿Quién es? —preguntó..., pero no me acuerdo cual de nosotros, porque me falla la memoria, sobre todo antes del mediodía. —Seguramente un viejo. Dejamos de pensar en el arte y nos dedicamos a construir una bomba. Un día de estos la pondremos en la filarmónica. La lucha por la justicia es lo primero.

EN LA TORRE

El señor se hizo fuerte en el castillo. Desde la sala más alta de la torre más alta mira sus posesiones a través de una tronera. A lo lejos, bosques. En la línea del horizonte son azules por la lejanía, pero se vuelven negros a medida que la mirada se posa más cerca. A este lado del círculo forman una negra pared. Los bosques son difíciles de atravesar. No hay caminos en ellos, y un enemigo no podría penetrarlos sin perder las máquinas de guerra y el material de combate. De modo que en primer lugar son los bosques los que protegen al castellano. Delante del círculo que forman los bosques hay verdes prados. Pero su verdor es demasiado verde, tan intensamente verde, que hasta en alguien que no sepa la verdad sobre ellos tiene que despertar desconfianza. Porque no son prados, sino profundos pantanos, sólo en la superficie cubiertos por ese verdor de aspecto demasiado puro. Quien desconozca sus caminos secretos, se ahogará en ellos. Así que aun en el caso de que los bosques le fallen, los pantanos protegen al castellano. El castillo se eleva en lo alto de una montaña, y la montaña está rodeada en su base por una empalizada hecha de palos acabados en punta. Delante de la empalizada hay un foso lleno de agua, otro foso igual se halla en su lado interior. El castellano mira contento este triple anillo de la primera línea de defensa. Desde el puente levadizo sólo un sendero excavado en la roca conduce zigzagueante y escarpado hacia lo alto de la montaña, desde donde los muros del castillo llevan aún más arriba, hacia el cielo, la inaccesible verticalidad de las rocas. Son unos muros grandiosos, acabados en almenas dentadas, torres y torreones a los que el castellano mira desde aún más arriba. Y se alegra de que este segundo anillo de defensa le defienda todavía más que el primero, ya que resulta totalmente inaccesible e inexpugnable. Y piensa: aunque por un incomprensible milagro un enemigo salve estas murallas, no será una amenaza y yo podré seguir tranquilo. Ya que entonces el enemigo se encontrará al pie de la ciudadela, delante del castillo interior, un castillo dentro del castillo, es decir, al pie de la torre más alta, que es independiente del resto de las fortificaciones, tiene los muros más gruesos y, con todas sus provisiones, es capaz de aguantar hasta el asedio más largo. Sólo se puede entrar en ella uno por uno, en el caso de que se logre salvar una estrecha puerta de tres capas de madera de roble chapada en hierro; de modo que cualquiera que sea la cantidad de los agresores, siempre podrá pasar sólo uno por la puerta y sólo para morir inmediatamente a manos de los más numerosos defensores. Y desde un amplio vestíbulo otra estrecha escalera conduce a las salas situadas más y más arriba. La escalera tiene forma de caracol y está excavada en el interior de una pared gruesa, de tal modo que sólo se puede atacar subiendo uno por uno, y con el agravante de que al defensor le es más cómodo asestar golpes desde arriba, mientras que los atacantes a la espalda del primero de ellos ni siquiera ven al defensor, por lo que no pueden utilizar ni lanzas ni bayonetas. Muy astutamente construido, piensa el castellano, y se siente aún más, ya casi del todo seguro. Sabe que ningún enemigo lo alcanzará a través de esta tercera línea de defensa, la más fuerte porque es totalmente vertical, directa de la tierra al cielo. Vuelve la espalda a la tronera atravesada por la lejana, por suerte muy lejana, línea del horizonte, y mira a sus pies, al primero, segundo y tercer peldaños que conducen al abismo de la escalera. Y es que está en la sala más alta y a sus pies acaba la escalera, la última contando desde abajo. Debajo de él, en el suelo, está el pozo de la escalera. El castellano piensa: aun en el caso de que mueran mis numerosos y fieles soldados, aquí yo llevaré ventaja sobre cualquier agresor. Nadie me alcanzará aquí, ya que nadie tendrá tiempo siquiera de elevarse por encima de mis pies. Y aunque, aunque... oh, no, qué suposición tan insensata e imposible. Bien, pues, aunque a causa de lo imposible viera delante de mí, a mi altura, la punta de un arma dirigida hacia mí, tampoco esto me amedrentaría. Puesto que llevo una armadura de tal resistencia, que ningún filo, incluso empujado con la máxima fuerza, lograría atravesarla. Y lo sé con toda seguridad, pues esta armadura ya ha sido probada. Y aquí, por fin, ah, por fin acaba cualquier temor suyo. Todos sus temores, aun los más pequeños y los más imaginarios acaban aquí, en la superficie de su armadura de acero. Debajo de la armadura sólo reina la paz, así que ahora ya no piensa más que en esa paz. Triunfalmente, con alivio y sosiego piensa que su paz es definitiva, ilimitada e imperturbable. Entonces nota que algo golpea. No a través de los bosques... No a través de los prados-pantanos... No en la empalizada... No en los muros del castillo... No en la armadura… ...sino en la armadura, pero por su lado interior. Clarísimamente algo golpea la armadura desde dentro. —¡Traición! —gritó el castellano. Se quitó de un tirón la armadura, cogió el puñal y lo hundió en ese lugar situado a la izquierda de su pecho desde donde atacaba el agresor desconocido. Y murió.

Cartas de mamá - Julio Cortázar

Cada carta de mamá (aun antes de eso que acababa de ocurrir, este absurdo error ridículo) cambiaba de golpe la vida de Luis, lo devolvía al pasado como un duro rebote de pelota. Aun antes de eso que acababa de leer —y que ahora releía en el autobús entre enfurecido y perplejo, sin acabar de convencerse—, las cartas de mamá; eran siempre una alteración del tiempo, un pequeño escándalo inofensivo dentro del orden de cosas que Luis había querido y trazado y conseguido, calzándolo en su vida como había calzado a Laura en su vida y a París en su vida. Cada nueva carta insinuaba por un rato (porque después el las borraba en el acto mismo de contestarlas cariñosamente) que su libertad duramente conquistada, esa nueva vida recortada con feroces golpes de tijera en la madeja de lana que los demás habían llamado su vida, cesaba de justificarse, perdía pie, se borraba como el fondo de las calles mientras el autobús corría por la rue de Richelieu. No quedaba más que una parva libertad condicional, la irrisión de vivir a la manera de una palabra entre paréntesis, divorciada de la frase principal de la que sin embargo es casi siempre sostén y explicación. Y desazón, y una necesidad de contestar en seguida, como quien vuelve a cerrar una puerta.

Mamá había parecido comprender, ya no lloraba a Nico y andaba como antes por la casa, con la fría y resuelta recuperación de los viejos frente a la muerte. Pero Luis no quería acordarse de lo que había sido la tarde de la despedida, las valijas, el taxi en la puerta, la casa ahí con toda la infancia, el jardín donde Nico y él habían jugado a la guerra, los dos perros indiferentes y estúpidos.

No las detestaba; si le hubieran faltado habría sentido caer sobre él la libertad como un peso insoportable. Las cartas de mamá le traían un tácito perdón (pero de nada había que perdonarlo), tendían el puente por donde era posible seguir pasando. La carta de mamá lo metía, lo ahogaba en la realidad de esos dos años de vida en París, la mentira de una paz traficada, de una felicidad de puertas para afuera, sostenida por diversiones y espectáculos, de un pacto involuntario de silencio en que los dos se desunían poco a poco como en todos los pactos negativos.

Y así el tiempo, los bailes, dos o tres bailes, las radiografías de Nico, después el auto del petiso Ramos, la noche de la farra en casa de la Beba, las copas, el paseo en auto hasta el puente del arroyo, una luna, esa luna como una ventana de hotel allá arriba, y Laura en el auto negándose, un poco bebida, las manos hábiles, los besos, los gritos ahogados, la manta de vicuña, la vuelta en silencio, la sonrisa de perdón.

Para Luis ya no había en Laura otro misterio que el de su resignada adhesión a esa vida en la que nada había llegado a ser lo que pudieron esperar dos años atrás. Ahora la conocía bien, a la hora de las confrontaciones definitivas tenía que admitir que Laura era como había sido Nico, de las que se quedan atrás y sólo obran por inercia, aunque empleara a veces una voluntad casi terrible en no hacer nada, en no vivir de veras para nada. Se hubiera entendido mejor con Nico que con él, y los dos lo venían sabiendo desde el día de su casamiento, desde las primeras tomas de posición que siguen a la blanda aquiescencia de la luna de miel y el deseo.

La autopista del sur - Julio Cortázar

Y en la antena de la radio flotaba localmente la bandera con la cruz roja, y se corría a ochenta kilómetros por hora hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo se miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia delante.

Hablando del asunto - Julian Barnes

L'Amour plaît plus que le mariage, por la raison que les romans sont plus amusants que l'histoire.
Yo prefiero a Chamfort. Él también dijo: L'hymen vient après l'amour, comme la fumée après la flamme.

El amor opera de acuerdo con las fuerzas de mercado, dijo, para justificar el robarme a mi mujer. Ahora un poco más viejo y un poco más sabio, empiezo a estar de acuerdo: el amor tiene muchas de las propiedades del dinero.

Le roi se meurt - Ionesco

MARGUERITE C’est parce qu’on pensait que tu déciderais plus tôt. Tu as pris goût à l’autorité, il faut que tu décides de force. Tu t’es enlisé dans la boue tiède des vivants. Maintenant, tu vas geler.
LE ROI On m’a trompé. On aurait dû me prévenir, on m’a trompé.
MARGUERITE On t’avait prévenu.
LE ROI Tu m’avais prévenu trop tôt. Tu m’avertis trop tard. Je ne veux pas mourir… Je ne voudrais pas. Qu’on me sauve puisque je ne peux plus le faire moi-même.
MARGUERITE C’est ta faute si tu es pris au dépourvu, tu aurais dû t’y préparer. Tu n’as jamais eu le temps. Tu étais condamné, il fallait y penser dès le premier jour, et puis, tous les jours, cinq minutes tous les jours. Ce n’était pas beaucoup. Cinq minutes tous les jours. Puis dix minutes, un quart d’heure, une demi-heure. C’est ainsi que l’on s’entraîne.
LE ROI J’y avais pensé.

Tout le monde est le premier à mourir.

La librería - Penelope Fitzgerald

Florence tenía buen corazón, aunque eso sirve de bien poco cuando de lo que se trata es de sobrevivir.

Sus emociones, a base de no ejercitarlas, casi habían desaparecido.

Enero, como siempre, trajo consigo un día en el que la gente decía que parecía primavera.

¿qué es lo que decía mi padre...? Si estás en el fondo de la garganta, piensa en Jonás. Él salió airoso.

La librería ambulante - Christopher Morley

No entendía cómo todo aquello había permanecido oculto para mí hasta entonces. No entendía cómo el trascendental misterio de hacer pan me había impedido ver durante tanto tiempo los misterios del sol y el cielo y el viento en los árboles.

El hombre que viaja anhela tener un hogar. ¡Y, aun así, cuán bestial es el conformismo! Todas las grandes cosas de la vida fueron hechas por gente que no estaba conforme.
La buena vida tiene tres ingredientes: aprendizaje, satisfacción y deseo.

Cuando Dios creó al primer hombre(escribe George Herbert) tenía delante una copa de bendiciones que tenía guardadas: fuerza, belleza, sabiduría, honor, placer; pero se abstuvo de darle la última, que es el descanso, o sea, la satisfacción. Dios entiende que si el hombre está satisfecho jamás encontrará su camino hacia Él. Dejad, pues, al hombre disconforme, de modo que si la bondad no lo guía, tal vez el cansancio lo arroje a mi pecho.

Soy una criatura del común, me temo, insensible a muchas de las cosas profundas de la vida, pero de vez en cuando, como todos nosotros, me enfrento cara a cara con algo que me emociona. Había visto que este vendedor ambulante de barba roja se sentía como un puñado de levadura dentro de la enorme y pesada masa de la humanidad: viajaba intentando cumplir con su propio ideal de belleza.

Creo que leer un buen libro te hace modesto. Cuando uno logra ver con lucidez el interior de la naturaleza humana, cosa que te proporcionan los grandes libros, uno siente la necesidad de hacerse pequeño. Es como mirar la Osa Mayor en una noche clara o como ver el amanecer en invierno cuando uno va a recoger los huevos del amañana. Y cualquier cosa que te haga sentir pequeño es maravillosamente buena.

Ardiente secreto - Stefan Zweig

No sentía ninguna inclinación a enfrentarse solo consigo mismo y en lo posible evitaba esos encuentros, porque en absoluto deseaba un conocimiento más íntimo de su propia persona. Sabía que necesitaba el roce con las personas para que todo su talento, el calor y la alegría desbordante de su corazón cobraran vida, y que a solas se sentía frío e inútil, como una cerilla metida en la caja.

Era uno de esos hombres jóvenes a los que su hermoso rostro les ha favorecido mucho y en los que todo está constantemente dispuesto para un nuevo encuentro, para una nueva experiencia, uno de esos jóvenes que siempre se hallan en tensión, para lanzarse a lo desconocido de una nueva aventura, a los que nada les sorprende, porque, estando siempre al acecho, lo calculan todo, a los que no se les escapa ninguna oportunidad erótica, porque ya al primer vistazo captan a cada mujer desde el punto de vista sensual, tanteando y sin distinguir si se trata de la esposa de su amigo o de la criada que les abre la puerta que conduce hasta ella.

Y el poder de un amor siempre se medirá de manera equivocada, si sólo se valora en función de lo que lo ha provocado y no por la expectación que lo precede, ese espacio oscuro y hueco de desengaño y soledad que se abre ante todos los grandes acontecimientos del corazón.

Se encontraba en esa edad decisiva en la que una mujer empieza a lamentar el hecho de haberse mantenido fiel a un marido al que al fin y al cabo nunca ha querido, y en la que el purpúreo crepúsculo de su belleza le concede una última y apremiante elección entre lo maternal y lo femenino. La vida, a la que hace tiempo parece que se le han dado ya todas las respuestas, se convierte una vez más en pregunta, por última vez tiembla la mágica aguja del deseo, oscilando entre la esperanza de una experiencia erótica y la resignación definitiva. Una mujer tiene entonces que decidir entre vivir su propio destino o el de sus hijos, entre comportarse como una mujer o como una madre. Y el barón, perspicaz en esas cuestiones, creyó notar en ella aquella peligrosa vacilación entre la pasión de vivir y el sacrificio.