jueves, 5 de septiembre de 2013

Ardiente secreto - Stefan Zweig

No sentía ninguna inclinación a enfrentarse solo consigo mismo y en lo posible evitaba esos encuentros, porque en absoluto deseaba un conocimiento más íntimo de su propia persona. Sabía que necesitaba el roce con las personas para que todo su talento, el calor y la alegría desbordante de su corazón cobraran vida, y que a solas se sentía frío e inútil, como una cerilla metida en la caja.

Era uno de esos hombres jóvenes a los que su hermoso rostro les ha favorecido mucho y en los que todo está constantemente dispuesto para un nuevo encuentro, para una nueva experiencia, uno de esos jóvenes que siempre se hallan en tensión, para lanzarse a lo desconocido de una nueva aventura, a los que nada les sorprende, porque, estando siempre al acecho, lo calculan todo, a los que no se les escapa ninguna oportunidad erótica, porque ya al primer vistazo captan a cada mujer desde el punto de vista sensual, tanteando y sin distinguir si se trata de la esposa de su amigo o de la criada que les abre la puerta que conduce hasta ella.

Y el poder de un amor siempre se medirá de manera equivocada, si sólo se valora en función de lo que lo ha provocado y no por la expectación que lo precede, ese espacio oscuro y hueco de desengaño y soledad que se abre ante todos los grandes acontecimientos del corazón.

Se encontraba en esa edad decisiva en la que una mujer empieza a lamentar el hecho de haberse mantenido fiel a un marido al que al fin y al cabo nunca ha querido, y en la que el purpúreo crepúsculo de su belleza le concede una última y apremiante elección entre lo maternal y lo femenino. La vida, a la que hace tiempo parece que se le han dado ya todas las respuestas, se convierte una vez más en pregunta, por última vez tiembla la mágica aguja del deseo, oscilando entre la esperanza de una experiencia erótica y la resignación definitiva. Una mujer tiene entonces que decidir entre vivir su propio destino o el de sus hijos, entre comportarse como una mujer o como una madre. Y el barón, perspicaz en esas cuestiones, creyó notar en ella aquella peligrosa vacilación entre la pasión de vivir y el sacrificio.

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