Toda moral, toda arquitectura ética nos propone un tipo ejemplar de vida, un hombre arquetípico. No es sino eso: exigencia que no se nos presenta de dejar de ser lo que somos para ser otra cosa.
La reconstrucción, la integración de un mundo estructurado; la vuelta a un universo que conexione al hombre sin disolverle ni encadenarle; el retorno a la fe, a una fe timonel de la inteligencia y no su prisión; el reconocimiento de la legitimidad del instinto, de la pasión, de lo irracional, ¿no podrían ser la base y la meta de las tareas de nuestros días?
Es la religión un basar la vida sobre hondos, oscuros cimientos irracionales, por profundos, superiores a toda razón; y el liberalismo, un afán de cimentarla en el claro discurso racional, única guía de actividad. Y tal fue el fuerte rechazarse mutuo, que bien claro puede hoy observarse el curioso suceso del área de difusión efectiva de la doctrina liberal. Sólo en los lugares donde la misma religión se hizo liberal, se humanizó, admitiendo la diversidad y autonomía del individuo, sólo allí arraigó fecundamente el liberalismo moral y político.
Tampoco el individuo, por fuerte que sea, puede existir aislado: necesita, para ser sentido, sentirse vinculado a algo, referirse a algo, llevar a alguien tras de sí. Es una figura -no un punto-, pero incompleta en su actualidad. (Por eso tal vez toda la vida sea un girar. Incompleto, sin base de sustentación en sí mismo, el individuo, como peón inestable, sólo moviéndose alrededor de un eje encuentra su equilibrio.)
... toda expresión requiere una cierta violencia. En rigor, la expresión nace en la queja, y la queja implica una cierta rebeldía, una independencia y una afirmación de existencia de quien se queja, que así se defiende y así se afirma. Puede ser ésta la razón de que el hombre haya alcanzado la más alta cima de expresión, mientras que la mujer, normalmente, apenas balbucea. La mujer no se queja, no se rebela, ni se revela, queda oculta detrás de los acontecimientos que la conmueven; detrás de ellos, sentada como en el fondo de su casa. El hombre en cambio, se queja, y en quejarse está su poder de expresión, su capacidad maravillosa de dar forma a lo que por él pasa.
De ahí nace el drama de toda existencia: de que en la vida humana lo que menos cuenta, en ocasiones, es la realidad, ya que es la posibilidad la que determina el vértigo, la que acude al señalado dándole ánimo, confortando su corazón, y como brisa alada sobre su frente, en los días de angustia, es ella también la que se muestra al que fía en su voluntad solamente para ser desarmado, para ser sumido en su vértigo.
...la envidia es infinita y se se posa sobre algo, lo hace de esa manera endemoniada, es decir sin reposo alguno. Porque, al fijarse, la envidia no hace sino tomar un punto de apoyo para apacentar su hambre. .... Y la envidia sólo se fija en la realidad para tomar nuevo brío, para acrecentar su hambre. Porque la envidia es el hambre de realidad, es la enfermedad de la realidad, y por eso es la enfermedad del español, tan realista.
Según Plantón-en el Protágoras- la sentencia "conócete a ti mismo" fue consagrada por los Siete Sabios a Apolo en Delfos, junto con la otra no menos célebre: "nada en demasía". Una ofrenda de la sabiduría remota, de la tradición del saber, de donde, de inmediato - Tales de Mileto- surge la filosofía con su pregunta. Una pregunta no dirigida ya a los dioses, sino a la mente humana. Una actitud nueva, esta de conocer todas las cosas y el ser de las cosas por cuenta del hombre en una soledad nueva.
... el corazón, que con su música rescata el crujir de las entrañas, que se resecan cuando no les llega ni una lágrima desde los ojos, que, fijos sólo para ver, ya no lloran; puro cristal, pura retina. Sólo para ver sirven los ojos, solamente para ver, se ha creído-se sigue creyendo. Y así, los ojos que no lloran se confunden.
Aquí reside lo trágico de la condición humana: que el hombre se conoce a sí mismo antes que pensando, actuando, haciendo; sabe después de haber actuado. Que, cuando hace algo, aquello que más responde a sus pasiones, a sus anhelos, lo hace sin saber qué está haciendo. (...) En el interior del hombre anida oscuramente la esperanza y aun, bajo ella, el anhelo. "Vivir es anhelar", ha dicho Ortega y Gasset. El anhelo es la primera manifestación de la vida humana.
El anhelo es un signo de vacío. El hombre podría definirse –una de tantas posibles definiciones– como el ser que alberga dentro de sí un vacío; el vacío sólo aparece en la vida humana. El anhelar es como la respiración del alma. Presupone un vacío que ha de llenarse; ese dentro que es la vida dondequiera que se muestre. En el ser humano este vacío es metafísico, podría decirse, puesto que nada lo calma. Un vacío activo, que es llamada y tensión. Sólo por el simple hecho de anhelar, el hombre se dispararía al hacer historia, es decir: a ir más allá de aquello que le rodea. Y aún más: a destruir lo que encuentra para sustituirlo por algo diferente, nuevo. Pues que el simple anhelar es por esencia destructor. Por ser algo abstracto, tiende a hacer el vacío allí donde encuentra un lleno, y también por su trascender, pues nada de lo que encuentra le satisface. Y esto ya nos avisa de una curiosa condición del ser humano. Y es su espontánea tendencia a la destrucción. El ser conservador es algo no espontáneo. Y así se explica el carácter coactivo, aplastante, de todo orden social y aun moral, en un principio. Aunque lo propiamente moral se constituye fuera de oda coacción, de toda imposición. En consecuencia sólo se vivirá moralmente cuando se haya vencido esta tendencia espontánea a la destrucción. Cuando el hombre haya salido de este modo de vida en que es espontáneamente destructor, vivirá del todo moralmente. No necesitará de un orden impuesto.
Y cada vez que se nace o renace, y aun en el ir naciendo de cada día, hay que aceptar esa herida en el ser, esta escisión entre el que mira, que puede identificarse con lo mirado –y así lo anhela–, y el otro: el que siente a oscuras y en silencio, entre la noche del sentido, donde ningún sentido lleva ningún mensaje. Y hay que aprender a soportarlo.
Vivir es un trabajo que parece en instantes imposible de cumplir; el trabajo de recorrer la larga procesión de los instantes, de oponer una resistencia al tiempo. Resistir al tiempo es la primera acción que requiere el estar vivo; luego, saber que el “aquí” es muy concreto, muy determinado, y no se le conoce. Si supiera dónde estoy exactamente, sabría lo que tengo que hacer. Pero las “circunstancias” no fuerzan sino al que ya ha elegido.
Basta amar de verdad a alguien para que sepamos de lo corruptible de nuestra condición. Porque el amor busca la identidad, la crea… y su imagen, la imagen inevitable, se hace por eso abstracta como un jeroglífico, como un signo sagrado o una cifra indescifrable; algo que entra más bien ya en el reino de lo numérico. ¿Qué hay como el número para albergar estas dos condiciones que lo amado tiene para el que ama: pureza y enigma?
Y si el amor va a ser compartido, vivido, hay que soportar la vida de lo que se ama… y si no, todo se hace más fácil, como lo fue al fin para don Quijote, para Dante, para todos los grandes estrategas de amor, que supieron ser esclavos siendo en verdad libres, es decir: ganar voluntad.
Claros del Bosque
- Aparece la conciencia de todo y de sí mismo ante todo. El yo sí mismo se alza y pretende erigirse en ser y medida de todo lo que ve y de lo que así él mismo se oculta. Se muestra y se oculta el existente, él, por sí mismo; es su libertad que ejercita y afila como un arma contra todo lo que se le opone.
- Desde siempre el ser ha estado escondido y por ello, se ha preguntado el hombre a sí mismo acerca de él y ha preguntado. ¿Habría sido así acaso si él, el ser humano, no hubiera sentido en sí, dentro de sí un ser, el suyo escondido? Y aun si no se hubiese visto —un tanto ya desde afuera— como un ser escondido. Y así, el conocimiento que busca nace del anhelo de darse a conocer, que acompañará siempre a las formas más objetivamente logradas del conocimiento.
- Mas el vivir humanamente, parece ser que sea eso, que consista en eso, en un anhelar y apetecer apaciguados por instantes de plenitud en el olvido de sí mismo, que los reavivan luego, que los reencienden.
- Y mientras el ser que se ha recibido tiende a esconderse, un algo, alma habría que llamarlo, tiende a salir del interior del recinto.
- De condición alada y dada a partir, se conduce como una paloma. Vuelve siempre hasta que un día se va llevándose al ser donde estuvo alojada. y así se sigue ante este suceso a la espera de que vuelva o de que se haya posado en algún lugar de donde no tenga ya que partir, hecha al fin una con el ser que se llevó consigo, y que este irse haya sido para ella la vuelta definitiva al lugar de su origen hacia el que se andaba escapando tan tenazmente.
- El que despierta con ella, con esta su alma que no es propiedad suya antes de usar vista y oído, se despliega, al orientarse se abre sin salir de sí, deja la guarida del sueño y del no-ser: ser y vida unidamente se orientan hacia allí donde el alma les lleva. Renace.
- Centro también el corazón porque es lo único que de nuestro ser da sonido. Otros centros ha de haber, mas no suenan.
- Ya que el hombre padece por no haber asistido a su propia creación. Y a la creación de todo el universo conocido y desconocido. Su ansia de conocer no parece tener otra fuente que ese ansia de no haber asistido a la creación entera desde la luz primera, desde antes: desde las tinieblas no rasgadas.
- Se queda sordo y mudo en ocasiones, circunstancialmente, el corazón. Se sustrae encerrándose en impenetrable silencio o se va lejos. Deja entonces todo el lugar a las operaciones de la mente que se mueven así sin asistencia alguna, abandonadas a sí mismas. Y al menos entre nosotros, los occidentales, tan reacios al silencio, las percepciones se convierten en seguida en juicio dentro de una actitud imperativa; esa actitud que precede al contenido del juicio, a lo «juzgado».
- Casa de la vida y cauce, es difícil que el corazón encuentre su propia realidad, que se sienta a sí mismo en pureza y unidad. Lo que quiere decir, sin reflejarse, sin mirarse, fuera de sí, viéndose en algún espejo que le dé su imagen, sin ansia alguna tampoco de ser mirado por alguien que sea su igual, que le devuelva una imagen que anexionarse. Y sin buscar complemento ni anejo alguno; en soledad.
- Hay un género de soledad que comienza por ser no un aislamiento, sino un haberse desposeído de toda propiedad. Un quedarse a solas, más que por no tener compañía, por haberse extinguido ese sentir de lo propio, por haberse abolido la ley de la apropiación. Y con ella la colonización que obliga a salirse de sí mismo continuamente, a cuidar de lo otro sabiéndolo «otro», o en otro, para que le pertenezca.
- Pues que en lo humano ningún movimiento, aunque sea del corazón, aparece libre de intención, sino en instantes privilegiados. Y en la intención hay como una proposición de sí mismo, un proponerse ser algo o alguien. La falta de inocencia es aquí donde mayormente se hace sentir, en estos movimientos del ser, anteriores a toda moral.
- Ya que hay una íntima, indisoluble correlación entre inocencia y universalidad. Sólo el hombre dotado de un corazón inocente podría habitar el universo.
- En esta ofrenda del corazón, vaso, cáliz del dolor, se actualiza, se convierte en acto el padecer que se continúa, y que se arrastra durante tiempos indefinidos sin unidad, como una liana que se enreda en la razón sin dejarla libre: La razón en ejercicio se desembaraza de esta pasividad serpentina, de este gemir, y la voluntad acaba por lograr el ensordecimiento del corazón mismo, centro del oír en grado eminente. Esa sordera del corazón que, protegiéndolo, le traiciona