Tendido en el camastro, fuera del halo de la lámpara de petróleo, mientras dejaba correr la imaginación a propósito de su propia vida, Giovanni Drogo, en cambio, fue presa de improviso del sueño y, entretanto, aquella noche precisamente —oh, si lo hubiera sabido, tal vez no habría tenido ganas de dormir—, comenzaba para él la irreparable fuga del tiempo.
Hasta entonces, había avanzado por la despreocupada edad de la primera juventud, un camino que de niño parece infinito, por el que los años transcurrenlentos y con paso imperceptible, por lo que nadie nota su marcha. Caminamos plácidamente, mirando en derredor con curiosidad, no hay necesidad alguna de apresurarse, nadie apremia por detrás y nadie nos espera, también los compañeros avanzan sin pensar y se detienen con frecuencia a bromear. Desde las casas, en las puertas, los mayores saludan, comprensivos, y hacen señas para indicar el horizonte con sonrisas de inteligencia; así, el corazón empieza a latir con deseos heroicos y tiernos, se saborean, la víspera, las cosas maravillosas que se esperan para más adelante; aún no se ven, no, pero es cierto, absolutamente cierto, que un día llegaran.
¿Falta mucho aún? No, basta con cruzar aquel río allí al fondo, sobrepasar aquellas verdes colinas, pero ¿no habremos llegado ya? ¿No serán tal vez esos árboles, esos prados, esa casa blanca lo que buscábamos? Por unos instantes tenemos la impresión de que sí y nos gustaría detenernos. Después oímos decir que lo mejor está más adelante y reanudamos la marcha sin preocupación.Así continuamos el camino con una espera confiada, y las jornadas son largas y tranquilas, el sol brilla alto en el cielo y parece que no tenga ganas de bajar nunca al ocaso.
Pero en determinado momento, casi instintivamente, volvemos la vista atrás y vemos que una verja ha quedado cerrada a nuestras espaldas y corta el camino de regreso. Entonces sentimos que algo ha cambiado, el sol ya no parece inmóvil, sino que se desplaza ¡ay!, rápidamente, apenas hay tiempo de mirarlo cuando ya se precipita hacia el confín del horizonte, nos damos cuenta de que las nubes no se estancan en las azules ensenadas del cielo, sino que huyen amontonándose unas sobre otras, con su ansiedad; comprendemos que el tiempo pasa y que el camino deberá acabar algún día.
Cierran a nuestras espaldas una pesada verja, la atrancan con velocidad fulmínea y no nos da tiempo de regresar, pero Giovanni Drogo en aquel momento dormía inocente y sonreía en el sueño, como los niños.
Pasarían días antes de que Drogo comprendiera lo que había sucedido. Sería entonces como un despertar. Miraría, incrédulo, en derredor; después oiría un alboroto de pasos que se acercarían a su espalda, acudiría la gente, despertada antes que él y corriendo con mayor ansia, y lo adelantaría para llegar a tiempo. Sentiría el latido del tiempo escandir con avidez la vida. Ya no se asomarían a las ventanas figuras risueñas, sino rostros inmóviles e indiferentes y, si él preguntara cuánto camino faltaba, harían también una señal para indicar, sí, el horizonte, pero sin bondad ni alegría algunas. Entretanto los compañeros se perderían de vista, alguno quedaría atrás exhausto, otro habría huido más adelante, ya sólo sería un minúsculo punto en el horizonte.
Detrás de aquel río —diría la gente—, diez kilómetros más y habrás llegado, pero en cambio, nunca se acabaría, las jornadas resultarían cada vez más breves, los compañeros de viaje más escasos, en las ventanas habría apáticas figuras pálidas que menearían la cabeza.
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No se habían adaptado a la existencia común, a las alegrías de la gente habitual, a un destino mediocre; vivían, codo con codo, con la misma esperanza, sin decir palabra nunca al respecto, porque no se daban cuenta o simplemente porque eran soldados, con el celoso pudor de su alma.
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Si sólo hubiera sido por el sonar de las trompetas - y aunque se hubiesen oído canciones de guerra y desde el Norte hubieran llegado mensajes inquietantes -, Drogo se habría marchado igualmente, pero había ya en él el torpor de las costumbres, la vanidad militar, el amor doméstico a los muros cotidianos. Con el monótono ritmo del servicio, cuatro meses había bastado para enviscarlo.
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Drogo permaneció solo y se sintió practicamente feliz. Saboreaba con orgullo su decisión de quedarse, el amargo gusto de dejar las pequeñas alegrías seguras por un gran bien a largo e incierto plazo (y tal vez subyaciera el consolodar pensamiento de que siempre tendría tiempo para marcharse).
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Al final Drogo entendió y un lento escalofrío le recorrió la espalda. Era el agua, era una lejana cascada fragorosa que bajaba por los salientes de los peñascos vecinos. El viento que hacía oscilar el larguísimo corro, el misterioso juego de los ecos, el diferente sonido de las piedras que recorría lo convertían en una voz humana, que hablaba y hablaba: palabras de nuestra vida, que siempre se estaba a punto de comprender, pero no, nunca.
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En cambio la existencia de Drogo había quedado como paralizada. La misma jornada, con cosas idénticas se había repetido centenares de veces sin dar un paso adelante. El río del tiempo pasaba por encima de la Fortaleza, resquebrajaba las murallas, arrastraba hacia abajo polvos y fragmentos de piedra, limaba los escalones y las cadenas, pero por Drogo pasaba en vano: no había logrado aún engancharlo en su fuga.
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"Todos más o menos, nos obstinamos en esperar, pero es un absurdo, basta con pensarlo un poco"
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Se hacía la ilusión, Drogo, de ejercer una gloriosa venganza a largo plazo, creía tener aún una inmensidad de tiempo a su disposición, renunciaba así a la vulgar lucha por la vida cotidiana. Llegará un día en que ajustaremos todas las cuentas con creces, pensaba, pero entretanto, los otros se lanzaban, se disputaban el paso ávidamente para ser los primeros, adelantaban en la carrera a Drogo, sin hacerle caso siquiera, lo dejaban atrás. Él los veía desaparecer al fondo, perplejo, presa de dudas insólitas: ¿y si hubiese estado equivocado en realidad? ¿Y si fuera un hombre común y corriente, a quien por derecho sólo le corresponde un destino mediocre?
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Entretanto el tiempo corría, su silencioso latido escande, cada vez más presuroso la vida, no podemos detenernos ni siquiera un instante, ni siquiera para echar una ojeada atrás. "¡Deténte, deténte!" nos gustaría gritar, pero comprendemos que es inútil. Todo huye -los hombres, las estaciones, las nubes- y de nada sirve aferrarse a las piedras, resistir sobre algún escollo, los dedos, cansados, se abren, los brazos se aflojan inertes; nos vemos arrastrados de nuevo por el río, que parece lento, pero nunca se detiene.
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Poco a poco se iba debilitando la confianza. Resulta difícil creer en algo cuando estamos solos y no podemos hablar con nadie al respecto. Precisamente por aquel tiempo se dio cuenta Drogo de que los hombres, aun cuando se estimen, permanecen siempre distantes, de que si uno sufre, el dolor es totalmente suyo, ningún otro puede hacerse cargo ni siquiera de una parte mínima, de que, si uno sufre, no por ello sienten los otros dolor, aun cuando haya gran amor de por medio, y eso provoca la soledad de la vida.
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Se conservaba en él, absurdo, refractario a los años, desde la época de la juventud, aquel profundo presentimiento de cosas fatales, una obscura certeza de que lo bueno de la vida estaba aún por comenzar.