jueves, 5 de septiembre de 2013

La vida para principiantes. Un diccionario intemporal - Sławomir Mrożek

LA REVOLUCION

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa. Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí. Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver. Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable. Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista. La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida. Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedó más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio. Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista. Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese ‘cierto tiempo’. Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario. Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución. Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna. Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez ‘cierto tiempo’ también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio —es decir, el cambio seguía siendo un cambio—, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo. De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama. Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba. Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.

Las cuitas del joven Werther
El director de la filarmónica nos recibió con amabilidad. —¿En qué puedo servirles? —preguntó. —Nos debe cincuenta mil. —Es posible, pero no acierto a saber por qué razón. ¿Podrían ustedes aclarármelo? —En calidad de anticipo —le aclaré. —Tal vez, es una práctica habitual. Pero anticipo, ¿a cuenta de qué? —De nuestra actuación en la filarmónica. —Sí, eso ya tiene cierto fundamento. Sin embargo, si no me falla la memoria, es la primera vez que nos vemos. ¿Acaso hemos firmado un contrato por correo? —Aún no, pero podemos firmarlo ahora mismo. —Indudablemente. Pero quisiera conocer a grandes rasgos su propuesta. ¿Ustedes forman un conjunto musical? —De momento no, pero lo formaremos. —¿Y más o menos con qué repertorio? —Eso ya lo veremos cuando aprendamos a tocar. —¿A tocar? —Sí, a tocar instrumentos musicales, por supuesto. La torpeza de ese individuo comenzaba a enervarme. —¿Quiere decir que aún no saben? —Aún o ya, ¿qué más da? El futuro de todas formas nos pertenece. ¿No ve que somos jóvenes? —¡Oh!, desde luego. Sin embargo, ¿puedo sugerirles algo? Primero aprendan a tocar, después toquen un poco y después nos vemos. El futuro sin duda les pertenece. Y no nos dio el anticipo, el muy facha. Salimos de allí perjudicados socialmente. En el muro había un cartel que anunciaba la actuación de un tal Mozart. —¿Quién es? —preguntó..., pero no me acuerdo cual de nosotros, porque me falla la memoria, sobre todo antes del mediodía. —Seguramente un viejo. Dejamos de pensar en el arte y nos dedicamos a construir una bomba. Un día de estos la pondremos en la filarmónica. La lucha por la justicia es lo primero.

EN LA TORRE

El señor se hizo fuerte en el castillo. Desde la sala más alta de la torre más alta mira sus posesiones a través de una tronera. A lo lejos, bosques. En la línea del horizonte son azules por la lejanía, pero se vuelven negros a medida que la mirada se posa más cerca. A este lado del círculo forman una negra pared. Los bosques son difíciles de atravesar. No hay caminos en ellos, y un enemigo no podría penetrarlos sin perder las máquinas de guerra y el material de combate. De modo que en primer lugar son los bosques los que protegen al castellano. Delante del círculo que forman los bosques hay verdes prados. Pero su verdor es demasiado verde, tan intensamente verde, que hasta en alguien que no sepa la verdad sobre ellos tiene que despertar desconfianza. Porque no son prados, sino profundos pantanos, sólo en la superficie cubiertos por ese verdor de aspecto demasiado puro. Quien desconozca sus caminos secretos, se ahogará en ellos. Así que aun en el caso de que los bosques le fallen, los pantanos protegen al castellano. El castillo se eleva en lo alto de una montaña, y la montaña está rodeada en su base por una empalizada hecha de palos acabados en punta. Delante de la empalizada hay un foso lleno de agua, otro foso igual se halla en su lado interior. El castellano mira contento este triple anillo de la primera línea de defensa. Desde el puente levadizo sólo un sendero excavado en la roca conduce zigzagueante y escarpado hacia lo alto de la montaña, desde donde los muros del castillo llevan aún más arriba, hacia el cielo, la inaccesible verticalidad de las rocas. Son unos muros grandiosos, acabados en almenas dentadas, torres y torreones a los que el castellano mira desde aún más arriba. Y se alegra de que este segundo anillo de defensa le defienda todavía más que el primero, ya que resulta totalmente inaccesible e inexpugnable. Y piensa: aunque por un incomprensible milagro un enemigo salve estas murallas, no será una amenaza y yo podré seguir tranquilo. Ya que entonces el enemigo se encontrará al pie de la ciudadela, delante del castillo interior, un castillo dentro del castillo, es decir, al pie de la torre más alta, que es independiente del resto de las fortificaciones, tiene los muros más gruesos y, con todas sus provisiones, es capaz de aguantar hasta el asedio más largo. Sólo se puede entrar en ella uno por uno, en el caso de que se logre salvar una estrecha puerta de tres capas de madera de roble chapada en hierro; de modo que cualquiera que sea la cantidad de los agresores, siempre podrá pasar sólo uno por la puerta y sólo para morir inmediatamente a manos de los más numerosos defensores. Y desde un amplio vestíbulo otra estrecha escalera conduce a las salas situadas más y más arriba. La escalera tiene forma de caracol y está excavada en el interior de una pared gruesa, de tal modo que sólo se puede atacar subiendo uno por uno, y con el agravante de que al defensor le es más cómodo asestar golpes desde arriba, mientras que los atacantes a la espalda del primero de ellos ni siquiera ven al defensor, por lo que no pueden utilizar ni lanzas ni bayonetas. Muy astutamente construido, piensa el castellano, y se siente aún más, ya casi del todo seguro. Sabe que ningún enemigo lo alcanzará a través de esta tercera línea de defensa, la más fuerte porque es totalmente vertical, directa de la tierra al cielo. Vuelve la espalda a la tronera atravesada por la lejana, por suerte muy lejana, línea del horizonte, y mira a sus pies, al primero, segundo y tercer peldaños que conducen al abismo de la escalera. Y es que está en la sala más alta y a sus pies acaba la escalera, la última contando desde abajo. Debajo de él, en el suelo, está el pozo de la escalera. El castellano piensa: aun en el caso de que mueran mis numerosos y fieles soldados, aquí yo llevaré ventaja sobre cualquier agresor. Nadie me alcanzará aquí, ya que nadie tendrá tiempo siquiera de elevarse por encima de mis pies. Y aunque, aunque... oh, no, qué suposición tan insensata e imposible. Bien, pues, aunque a causa de lo imposible viera delante de mí, a mi altura, la punta de un arma dirigida hacia mí, tampoco esto me amedrentaría. Puesto que llevo una armadura de tal resistencia, que ningún filo, incluso empujado con la máxima fuerza, lograría atravesarla. Y lo sé con toda seguridad, pues esta armadura ya ha sido probada. Y aquí, por fin, ah, por fin acaba cualquier temor suyo. Todos sus temores, aun los más pequeños y los más imaginarios acaban aquí, en la superficie de su armadura de acero. Debajo de la armadura sólo reina la paz, así que ahora ya no piensa más que en esa paz. Triunfalmente, con alivio y sosiego piensa que su paz es definitiva, ilimitada e imperturbable. Entonces nota que algo golpea. No a través de los bosques... No a través de los prados-pantanos... No en la empalizada... No en los muros del castillo... No en la armadura… ...sino en la armadura, pero por su lado interior. Clarísimamente algo golpea la armadura desde dentro. —¡Traición! —gritó el castellano. Se quitó de un tirón la armadura, cogió el puñal y lo hundió en ese lugar situado a la izquierda de su pecho desde donde atacaba el agresor desconocido. Y murió.

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