domingo, 4 de julio de 2010

Tokio Blues / Norwegian Wood - Haruki Murakami

  • Me lleva tiempo evocar su rostro. Y conforme vayan pasando los años, más tiempo me llevará. Es triste, pero cierto. Al principio era capaz de recordarla en cinco segundos, luego éstos se convirtieron en diez, en treinta segundos, en un minuto. El tiempo fue alargándose paulatinamente, igual que las sombras en el crepúsculo. Puede que pronto su rostro desaparezca absorbido por las tinieblas de la noche. Sí, es cierto. Mi memoria se está distanciando del lugar donde se hallaba Naoko. De la misma forma que se está distanciando del lugar donde estaba mi yo de entonces. Sólo el paisaje, aquella imagen del prado en octubre, vuelve una y otra vez a mi mente como la escena simbólica de una película
  • A decir verdad, en aquella época a mí me importaba muy poco el paisaje. Pensaba en mí, pensaba en la hermosa mujer que caminaba a mi lado, pensaba en ella y en mí, y luego volvía a pensar en mí. Estaba en una edad en que, mirara lo que mirase, sintiera lo que sintiese, pensara lo que pensase, al final, como un bumerán, todo volvía al mismo punto de partida: yo. Además, estaba enamorado, y aquel amor me había conducido a una situación extremadamente complicada. No, no estaba en disposición de admirar el paisaje que me rodeaba
  • Soy de ese tipo de personas que no acaba de comprender las cosas hasta que las pone por escrito
  • La muerte no existe en contraposición a la vida, sino como parte de ella
  • Pensé: "Ahora estoy haciendo el amor contigo. Estoy dentro de ti. Pero, en realidad, no tiene ninguna importancia. Tanto da. No deja de ser un coito. Al poner en contacto nuestros cuerpos imperfectos, no hacemos más que contarnos lo que no podríamos contarnos de otro modo. Y así adquirimos conciencia de nuestras respectivas imperfecciones".
  • Leía muchísimo más que yo, pero tenía por principio no adentrarse en una obra hasta que hubieran transcurrido treinta años de la muerte del autor. «Sólo me fío de estos libros», decía. - No es que no crea en la literatura contemporánea, pero no quiero perder un tiempo precioso leyendo libros que no hayan sido bautizados por el paso del tiempo. ¿Sabes?, la vida es corta.
  • Interrogué a Nagasawa tras acostarme con tres o cuatro chicas. ¿No se sentía vacío tras haber hecho aquello setenta veces? - Que te sientas vacío demuestra que eres un tío decente. Esto es algo positivo -dijo-. No ganas nada acostándote con desconocidas. Sólo consigues cansarte y odiarte a ti mismo. A mí también me pasa. -¿Y porqué no dejas de hacerlo? -Me cuesta explicarlo. Se parece a lo que Dostoievski escribió sobre el juego. Es decir, Cuando a tu alrededor todo son oportunidades, es muy difícil pasar de largo sin aprovecharlas, ¿entiendes? - Más o menos -afirmé. A nadie le gusta la soledad. Pero no me interesa hacer amigos a cualquier precio. No estoy dispuesto a desilusionarme - aclaré. -No es sólo culpa mía. Me refiero a que yo sea tan poco afectuosa. Y lo reconozco. Pero si ellos..., si mi padre y mi madre..., si ellos me hubiesen querido un poco más, yo, por mi parte, ahora sentiría de otra forma. Y estaría mucho, pero que mucho más triste. -¿Crees que no te quisieron demasiado? Ella volvió la cabeza y me miró fijamente. Hizo un gesto afirmativo.-Yo diría que entre un «no lo suficiente» y un «nada de nada». Siempre estuve hambrienta. Aunque sólo hubiera sido una vez, hubiera querido recibir amor a raudales. Hasta hartarme. Hasta poder decir: «Ya basta. Estoy llena. No puedo más». Me hubiera conformado con una vez. Pero ellos jamás me dieron cariño. Si me acercaba con ganas de mimos, mis padres me apartaban de un empujón. «Esto cuesta dinero», decían. Únicamente sabían quejarse. Siempre igual. Así que pensé lo siguiente: «Conoceré a alguien que me quiera con toda su alma los trescientos sesenta y cinco días del año». Estaba en quinto o sexto curso de primaria cuando lo decidí. -¡Qué fuerte! -exclamé admirado-. ¿Y lo has conseguido? -No es tan fácil como creía -reconoció Midori. Reflexionó un momento contemplando el humo.- Quizá sea por haber esperado tanto tiempo, pero ahora busco la perfección. Por eso es tan difícil. -¿Un amor perfecto? -¡No, hombre! No pido tanto. Lo que quiero es simple egoísmo. Un egoísmo perfecto. Por ejemplo: te digo que quiero un pastel de fresa, y entonces tú lo dejas todo y vas a comprármelo. Vuelves jadeando y me lo ofreces. «Toma, Midori. Tu pastel de fresa», me dices. Y te suelto: «¡Ya se me han quitado las ganas de comérmelo!». Y lo arrojo por la ventana. Eso es lo que yo quiero. -No creo que eso sea el amor -le dije con semblante atónito. -Sí tiene que ver. Pero tú no lo sabes -replicó Midori-. Para las chicas, a veces esto tiene una gran importancia.
  • Me explicó que no estamos aquí para corregir nuestras deformaciones, sino para acostumbrarnos a ellas. Afirmó que uno de nuestros problemas es la incapacidad para reconocerlas y aceptarlas.
  • [sobre Eurípides] La característica de su obra radica en que hay diferentes cosas que se van complicando las unas con las otras hasta que cualquier movimiento se hace imposible. Salen muchos personajes, cada uno con sus propias circunstancias, razones y quejas, todos persiguiendo, a su modo, la justicia y la felicidad. Por ello, todos acaban encontrándose en un callejón sin salida. Lógico, ¿no le parece? Es imposible que prevalezca la idea de justicia, que todos alcancen la felicidad. Y se produce el inevitable caos. ¿Entonces qué cree usted que sucede? En realidad, algo muy simple. Al final aparece un dios. Y controla el tráfico. Tú vas para allá, tú te quedas aquí. Tú te juntas con aquél, tú te quedas aquí un rato quieto. Todo se resuelve. A esto se le llama deus ex machina. En las obras de Eurípides suele aparecer casi siempre un deus ex machina, y sobre este punto la crítica está dividida ¡Sería tan cómodo que existiera un deus ex machina en el mundo real! ¿No le parece? Cuando alguien pensara: “¿Y ahora qué hago? ¡Estoy atrapado!”, un dios bajaría deslizándose desde lo alto y lo resolvería todo. Nada podría ser más fácil. En fin, esto es Historia del Teatro II. Éstas son las cosas que estudiamos en la universidad.
  • ¿Cuántas decenas, no, centenares de domingos como éste me quedan por vivir?”, me pregunté. “Domingos tranquilos, apacibles y solitarios”, dije en voz alta. Los domingos no me doy cuerda.
  • Watanabe y yo no parecemos en que ninguno de los dos buscamos que los demás nos comprendan. En esto somos diferentes del resto de la gente. La gente se desvive buscando la compresión de quienes les rodean. Pero yo no, y Wanatabe, tampoco. No nos importa que los demás no nos entiendan. Pensamos que 'uno' es 'uno', y los 'demás' son los 'demás'
  • Cuando murió Kizuki aprendí una cosa. Quizá me resigné a hacerla mía: “La muerte no se opone a la vida, la muerte está incluida en nuestra vida”. Es una realidad. Mientras vivimos, vamos criando la muerte al mismo tiempo. Pero ésta es solo una parte de la verdad que debemos conocer. La muerte de Naoko me lo enseñó. Me dije: “El conocimiento de la verdad no alivia la tristeza que sentimos al perder a un ser querido. Ni la verdad, ni la sinceridad, ni la fuerza, ni el cariño son capaces de curar esta tristeza. Lo único que puede hacerse es atravesar este dolor esperando aprender algo de él, aunque todo lo que uno haya aprendido no le sirva para nada la próxima vez que la tristeza lo visite de improviso”. Pensé en ello, noche tras noche, en mi soledad, oyendo el ruido de las olas y el rugido del viento. Vacié muchas botellas de whisky, mordisqueé pan, bebí agua de la petaca en mi larga marcha hacia el oeste, con la mochila dando bandazos a mi espalda y el pelo lleno de arena…, día tras día de aquel principio de otoño.

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