domingo, 23 de octubre de 2016

José Ortega y Gasset – Jordi Gracia


La primera de las leyendas que desactiva esta biografía, sin embargo, es la de su mocedad (porque no la hubo); la segunda de las leyendas es la de su marginalidad política (porque peleó y perdió las dos e incluso las tres veces en que actuó como político); la tercera leyenda es la de la impotencia filosófica (porque fue filósofo, pero lo fue primero contra todos y contra sí mismo después); la cuarta leyenda es nada más que una falsedad: no fue nunca franquista (pese a colaborar olímpicamente en el «servicio nacional» de propaganda en 1938); la quinta leyenda es la más difícil de rebatir hoy día, pero creo que el progresivo conservadurismo ideológico no le hizo aliado ni socio ni cómplice de los fascismos, aunque el falangismo español explotase a mansalva buena parte de su pensamiento aristocratizante, neonobiliario, de casta.

Ninguno de ellos rebajó la seducción vibrante de la prosa de ideas de un autor al que Saul Bellow definió como un ilustrado que «looked forward to the triumph of reason over irrationality».          

Compartieron uno y otro, Pérez de Ayala y Ortega, «la misma niñez triste y sedienta»; les faltaron las tres razones que permiten a un alma «el lujo de reír» (ciencia verdadera, moral solvente y experiencia estética). Y sobró bandería, maquiavelismo, codicia y soberbia porque, con el fin de aumentar la gloria de Dios, a los niños «se les utiliza inutilizándolos» (I, 112-114).

… se va a Alemania como norte filosófico del presente. Se va a empezar el aprendizaje de fondo, a «tener ideas formadas robustamente, adquiridas con solidez» y a hacerse capaz de contestar con solvencia a la pregunta última: pero, “bueno, y yo por qué pienso esto y no lo contrario”.

Ortega aborrece cada vez más firmemente las originalidades insulsas de tantos para llenar periódicos como burócratas y aumentar el descrédito de esa literatura jornalera que jura no practicar jamás por ser facilona e irresponsable, “hasta los pelos harto de ese escepticismo de segunda mano que por ahí pulula”. Se ha conjurado “para no escribir sino cosas antiescépticas casi religiosas, aun cuando pensara escépticamente, solo porque de ese modo es más difícil escribir bien, según hoy se entiende esto”

Lo dice pensando en Unamuno, que le saca de quicio por su incontinencia y parecer creer que se “funda una religió así, en dos paletas sin más ni más, haciendo media docena de cabriolas y pegando cuatro gritos”.

“Los mozos, sin confersárnoslo y desde el fondo de nuestra ideolocaxtia, estamos locos buscando educadores.”

No es una soledad retórica. España tiene en 1906 solo dos cabezas, que son Unamuno –veinte años mayor que él- y él “acaso tres con Maeztu” que les saca otros diez.

Una nueva retahíla de lecturas puede disolver el poso denso de tristeza y hacerle asumir sin amargura la ausencia de sentido de la vida: «se debe hacer por  vivir sin esperanzas y sin embargo hallar la vida agradable: tenemos ilusiones y las perdemos, y entonces decimos que es mala la vida”. Incluso más. Si la “vida es amaneramiento, ¿por qué en lugar de amanerarnos en un sentido pesimista no procuramos amanerarnos en un sentido más respirable?” Es la historia de todos los hombres y “nadie nos ha engañado”, salvo nosotros mismos: “hay que vivir dispuesto a no ensombrecerse porque si todo da y vale lo mismo, si todo carece de importancia, tampoco es cosa de atender la amargura”.

Repitió a menudo una frase que toma de Beethoven: por el dolor a la alegría. “¿Quién diantre nos dio permiso para hacernos ilusiones? Lo malo, pues, son las ilusiones y no la vida, porque esta es lo real y lo real no puede de ninguna manera ser imperfecto”. La impaciencia de Ortega hacia la debilidad, hacia la falta de lucidez o hacia la autocompasión arranca tan temprano como en estos 22 años, y por eso combatirá sin cesar la “ridícula propensión” con que queremos reducir la vida inabarcable y fértil a “nosotros, como si solo nosotros fuéramos la vida y porque tenemos un dolor decimos que la vida es mala o necia o buena o torpe”.

Los gréculos «hemos renunciado a vivir, no somos carne ni pescado, somos solo espectadores y nos hemos hecho el estómago o nos lo vamos haciendo como Mitríades a todos los venenos: uno de estos venenos es, sin duda, la verdad”; por eso nunca nada ofende a Ortega, dice él teatreramente alarmado “ninguna, ninguna injuria me llega a la dermis”. La irritabilidad ante la ofensa está neutralizada por la vocación de filósofo y espectador distante y comprensivo. “¿Es esto de hombre? Esto es de filósofo, de antihombre, de gréculo”.

Ortega ha empezado a encontrar entre 1906 y 1907 la vía filosófica para escapar tanto al positivismo como al narcótico nietzscheano de la fuerza individual a través de un principio nuevo: ha superado la subjetividad yoísta como mecanismo de comprensión del mundo y ha aprendido que “la Realidad no existe, el Hombre la produce”. El yo es un obstáculo para el saber verdadero. Se ha sumado con sus profesores de Marburgo al rescate de la filosofía para sacarla de la rasa consideración empírica y positivista de las cosas y ha aprendido en Kant, leyendo minuciosamente las Críticas, que el pensamiento es una operación artificial y que no es fiable ni la subjetividad espontánea ni la percepción de los sentidos: ahí no reside la fuente de certidumbres.

…No equivale a resultados prácticos, sino a fe en el método, “el método de la honradez espiritual, la veracidad virtud masculina frente a la femenina sinceridad”. Por tanto “vendidas nos son las buenas intenciones, pero preferimos los buenos métodos”.

“Hay que salvarse en las cosas” (…) Unamuno ha enseñado mucho a Ortega, aunque sean irreconciliables. Y me parece incluso que la esa veta vitalista de ese primer Ortega, esa intuición fundamental que nace ahora en torno a la potencia de la vida real y lo material y seguro –las cosas- como escuela de pensamiento está en deuda con Unamuno. (…) pero la intuición ha llegado por vía de Spinoza. Cada cosa “aspira a perseverar en su ser” o mejor “cada cosa viva aspira a ser todas las demás”.

Ortega se desgrana a sí mismo en la monomanía barojiana sobre todo a través de dos ideas ya sin vuelta atrás: una teoría de la felicidad que es a la vez una teoría de la personalidad. El yo se hace y se fabrica, se construye y elabora porque “el volumen de nuestra personalidad nos ofrece en cada instante solo una mínima porción de sí mismo. El yo, el “mí mismo”, íntegro, plenario tenemos que reconstruirlo para conocerlo”. Para escapar de la determinación de lo que somos, hemos de “organizarla constantemente como un ejército en perpetua dispersión”. Y para eso no basta la arisca sinceridad o la reacción intempestiva del momento, ni la espontaneidad anárquica, asistemática y azarosa (barojiana), porque eso es solo “abandono, el dejarse ir, el reducir la vida a una serie de actos reflejos, de reacciones inarticuladas”. El sentimiento de plenitud o felicidad consiste en lo contrario de la espera pasiva, porque las cosas no nos hacen felices al poseerlas o disfrutarlas, sino “como motivos de nuestra actividad, como materia sobre la cual esta se dispare” y logre “absorber nuestra actividad”.

La pleonexia descubierta en Platón como henchimiento de lo real incumbe a todo y en todo ha de hallar el sujeto un sentido latente para salvarse salvándolo, para hacerse en plenitud a sí mismo y la realidad: “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”.

Todos somos ese héroe que queremos ser y no seremos nunca; “ser héroe consiste en ser uno, uno mismo”, negarse a “repetir los gestos que la costumbre, la tradición y en resumen los instintos biológicos les fuerzan a hacer”. Sabemos que hay más, que hay otros “hombres decididos a no contentarse con la realidad y por eso aspiran – quijotescamente- a defender su libertad” y rechazan “las cosas como son”. Llevamos “dentro como el muñón de un héroe”, ya reseco y corrompido, y ese mismo testigo interior y frustrado, quizá incluso rencoroso, incapacita para admirar al héroe verdadero y suscita entonces una forma del resentimiento que es innato a la imputación de los mediocres y su “heroísmo atrofiado”.

Unamuno encarna en España un caso concreto de “ese proceso destructor de los mejores” y que es por tanto un ejemplo óptimo de la distancia de “esta España oficial y la España vital”. Otto Seeck cree que la destrucción del imperio romano no la causaron tanto las invasiones bárbaras como la progresiva debilidad social y colectiva derivada del “aniquilamiento de los jóvenes entusiastas”. Se operó una selección a la inversa que solo “dejó vivir a los cobardes, los temperamentos de compromiso y de su simiente crecieron las nuevas generaciones.

Nov 1916 Ortega comprime y resume como en muy pocos lugares los elementos centrales de su pensamiento: su pedagogía del entusiasmo vitalista, del embridaje y resistencia al utilitarismo, contra la noción darwinista del a vida humana y en favor de Nietzsche, que prefirió “una moral dinámica y creadora a una moral de esclavitud, de inercia” y prefirió “a la humildad la nobleza, a la renuncia la energía, a la discreción el entusiasmo”. Es la vida ascendente que Ortega predica con léxico nietzscheano desde siempre y con Nietzsche siempre al fondo: “arder como antorchas”, será ya lema habitual de sus charlas.

Empieza ahora a leer la nueva sociedad de masas como la trinchera defensiva de los peores contra los mejores o como paredón de fusilamiento (simbólico primero y físico después) de los mejores.  Nietzsche adoptó una palabra francesa que también retoma Ortega, y quizá por la misma carencia en alemán del sentido exacto que busca Nietzsche: el ressentiment, la negación de las cualidades del superior por parte del que se siente humillantemente inferior. El morbo, la patología de la democracia, consiste en reclamar no solo la igualdad ante la ley, sino también la igualdad en todo lo demás, sensibilidad, inteligencia, cultura, etc. y en ello cosiste “la total inversión de los valores: lo superior, precisamente por serlo, padece una “capitus disminutio”, y en su lugar triunfa lo inferior”.

A Victoria Ocampo, decía ella, solo logran atraparla aquellos libros que pueden “m’éclairer sur moi-même” y Ortega confirma que es “la única manera de leer que existe, y el resto es… erudición”.    

Las culpas recaen ya una y otra vez sobre la indigencia moral de la muchedumbre y la “ausencia de los mejores” se combina con el “imperio de las masas” que no es sin embargo un fenómeno de clase o de pobres y parias.

Frase de Aristóteles en la Ética “seamos con nuestras vidas como arqueros que tienen un arco”

“la vida es sed, es ansia, afán, deseo”.

“El hombre muy inteligente suele ser al propio tiempo, muy fino receptor, exquisitamente sensible y sin embargo, de intimidad sumamente seca. Es muy difícil ser a la vez, sensible y sentimental”.

En el amor a Ortega le parece que Stendhal apenas acierta en nada, quizá porque no pensó en ello bastante como para advertir cosas tan evidentes como la incapacidad de la mayoría, vulgar y adocenada, para experimentar ese sentimiento como de veras es su esencia más alta.
“la fe religiosa es opuesta a la filosofía”. “El que no duda” es el homo religiosus, y si la filosofía no se emparenta con la religión, menos todavía con la literatura, porque “no nos pesa, es remediable, es revocable”, mientras la poesía, “frente a la filosofía” es irresponsabilidad. Si algo es la filosofía es “la certidumbre racional” que faculta para escapar a la “prisión de la subjetividad” y alejarnos de la “pueril satisfacción” de creer que hay alguna solución”.

La conciencia “no es una realidad primaria e incuestionable”, sino “una interpretación de la realidad, una nueva teoría, por tanto –¡y ahora viene lo gordo!- una hipótesis y nada más”. La insolencia, como la llama él, es mayúscula, por descontado, porque para Husserl y para la fenomenología la conciencia es “la realidad misma y absoluta”.

… buena parte de la discrepancia de Ortega nace de la sospecha sobre el peso que la teología y la formación eclesiástica ha tenido en su pensamiento. Descartes fue débil al partir sin más “de la venerable y fosilizada ontología escolástica” e incurrió en un “deficiente radicalismo”. Heidegger ha hecho lo mismo, y parte “de cosa tan corrupta y agusanada como es la ontología escolástica” y en particular de Santo Tomás.  

“la conciencia de naufragio, al ser la verdad de la vida, es ya la salvación”. Ortega no ha alterado sus convicciones ya no agnósticas, el que no sabe, sino directamente ateas, el que sí sabe y se sabe sin dios. La condición de lo trágico es abolir la expectativa de una resolución abstracta o práctica de la existencia porque es hecho sin sentido, sin finalidad, náufrago, sin garantía de éxito ni de compensación, sin otra razón de ser que su propia existencia.


La heroica condición humana del pensador reside en seguir rechazando la mentira, la cataplasma, el embrujo o el misterio y conquistar “la última ilusión: la ilusión de vivir sin ilusiones, de sentir delicia al contemplar las cosas en su desnuda realidad, de ajustar nuestras ideas a esta, a sus entrantes y salientes, y como buenos navegantes, “ceñirnos al viento””. 

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