miércoles, 17 de septiembre de 2014

El gen egoísta - Richard Dawkins


Antes de seguir adelante, necesitamos una definición. Un ser, como el mandril, se dice que es altruista si se comporta de tal manera que contribuya a aumentar el bienestar de otro ser semejante a expensas de su propio bienestar. Un comportamiento egoísta produce exactamente el efecto contrario. (...) Es importante tener en cuenta que las definiciones dadas anteriormente sobre el altruismo y el egoísmo son relativas al comportamiento, no son subjetivas. No estoy tratando, en este caso, de la psicología de los motivos. No voy a discutir si la gente que se comporta de manera altruista lo está haciendo «realmente» por motivos egoístas, secretos o subconscientes.
La confusión en la ética humana sobre el nivel en que el altruismo es deseable — familia, nación, raza, especie, o hacia todos los seres vivientes— se refleja en una confusión paralela en biología, en lo referente al nivel en el cual se puede esperar el altruismo de acuerdo a la teoría de la evolución. 
Defenderé la tesis de que la unidad fundamental de selección, y por tanto del egoísmo, no es la especie ni el grupo, ni siquiera, estrictamente hablando, el individuo. Es el gen, la unidad de la herencia.
Ahora, abundan en grandes colonias, a salvo dentro de gigantescos y lerdos robots, encerrados y protegidos del mundo exterior, comunicándose con él por medio de rutas indirectas y tortuosas, manipulándolo por control remoto. Se encuentran en ti y en mí; ellos nos crearon, cuerpo y mente; y su preservación es la razón última de nuestra existencia. Aquellos replicadores han recorrido un largo camino. Ahora se les conoce con el término de genes, y nosotros somos sus máquinas de supervivencia.
Un gen es definido como una porción de material cromosómico que, potencialmente, permanece durante suficientes generaciones para servir como una unidad de selección natural. Según lo explicado en capítulos anteriores, un gen es un replicador con una alta fidelidad de copia. 
Los genes compiten directamente con sus alelos por la supervivencia, ya que sus alelos en el acervo génico son rivales que podrán ocupar su puesto en los cromosomas de futuras generaciones. Cualquier gen que se comporte de tal manera que tienda a incrementar sus propias oportunidades de supervivencia en el acervo génico a expensas de sus alelos tenderá, por definición y tautológicamente, a sobrevivir. El gen es la unidad básica del egoísmo.
¿Por qué nosotros, al igual que la mayoría de las demás máquinas de supervivencia, practicamos la reproducción sexual?, ¿por qué nuestros cromosomas se entrecruzan? y ¿por qué no vivimos eternamente? (...)
Según señala Medawar, es un argumento viciado ya que asume lo que intenta probar, al decir que los animales viejos son demasiado decrépitos para reproducirse; y es también una explicación ingenua de la selección de grupos o de la selección de las especies, si bien esta parte podría ser expresada de otra forma más aceptable. La teoría de Medawar es poseedora de una hermosa lógica; (...)
Obviamente los genes letales tenderán a ser descartados del acervo génico. Pero es igualmente obvio que un gen letal que actúa en una etapa tardía será más estable en un acervo génico que uno que ejerce su influencia en una etapa temprana. Un gen que es letal en un cuerpo de edad avanzada aún puede tener éxito en un acervo génico, siempre que su efecto letal no se manifieste hasta después que el cuerpo haya tenido tiempo de reproducirse. Por ejemplo, un gen que hace que cuerpos viejos desarrollen un cáncer podrá ser transmitido a numerosos descendientes, ya que los individuos se reproducirán antes de contraer la enfermedad. (...)
El aspecto que el mismo Medawar destaca es que la selección favorecerá a los genes que tienen el efecto de retardar la operación de los otros; es decir, de los genes letales, y también favorecerá a los genes que tienen el efecto de apresurar el efecto de los genes buenos. Puede ser que la evolución consista, en gran medida, en cambios genéticamente controlados al principio de la actividad de los genes.
Los cuerpos pueden ser colonias de genes, pero en cuanto a su comportamiento se refiere han adquirido, indudablemente, una individualidad propia. Un animal se mueve como un conjunto coordenado, como una unidad. Subjetivamente, yo me siento como una unidad, no como una colonia. Ello era de esperar. La selección ha favorecido a los genes que cooperan unos con otros. En la feroz competencia por los recursos escasos, en la lucha implacable para devorar a otras máquinas de supervivencia y para evitar ser comidos, sin duda existiría un interés para la coordinación central más bien que una anarquía dentro del cuerpo comunal. 
Estoy tratando de intensificar la idea de que el comportamiento animal, ya sea altruista o egoísta, se encuentra bajo el control de los genes sólo de una manera indirecta, pero en un sentido muy poderoso. Al dictaminar la forma en que las máquinas de supervivencia y sus sistemas nerviosos son construidos, los genes ejercen un poder fundamental en el comportamiento. Pero las decisiones inmediatas y la continuidad de ellas son tomadas por el sistema nervioso. Los genes son los diseñadores de la política primaria; los cerebros, sus ejecutivos. A medida que los cerebros evolucionan y se tornan altamente desarrollados, se hacen cargo, cada vez en una mayor medida, de las decisiones respecto a la política a seguir y para ello utilizan trucos y simulación. La conclusión lógica de esta tendencia, aún no alcanzada en especie alguna, sería que los genes le dieran a la máquina de supervivencia una sola instrucción general de la política a seguir, que sería más o menos ésta: haz lo mejor que te parezca con el fin de mantenernos vivos.
Es perfectamente adecuado hablar de «un gen para un comportamiento determinado» aun si no tenemos la menor idea de la cadena química de causas embrionarias que relacionen el gen con el comportamiento. 
Resumiendo, lo que afirmo es que, además del índice de parentesco, debemos considerar un índice de «certeza». Aun cuando la relación entre padres e hijos no es más próxima, genéticamente, que la relación entre hermano y hermana, su certeza es mayor. Normalmente es posible estar más seguro de quienes son nuestros hijos que de quienes son nuestros hermanos. Y aún se puede estar más seguro de saber quién es uno mismo.
Cuando dos isogametos se fusionan, ambos contribuyen con igual número de genes para formar el nuevo individuo, y también aportan la misma cantidad de reservas alimenticias. Los espermatozoides y los óvulos contribuyen, de forma equitativa, en el número de genes, pero los óvulos otorgan mucho más en cuanto a reservas alimenticias: en realidad, los espermatozoides no cooperan en absoluto y sólo están interesados en transportar sus genes, lo más rápido posible, al óvulo. En el momento de la concepción, por lo tanto, el padre ha invertido menos de la cuota que le corresponde (es decir, el 50%) de sus recursos en su descendiente. Ya que cada espermatozoide es tan pequeño, un macho puede permitirse fabricar millones de ellos cada día. Ello significa que es, potencialmente, capaz de engendrar un número considerable de hijos en un período de tiempo muy breve, empleando con este fin a diferentes hembras; hecho sólo posible porque cada nuevo embrión es dotado por la madre, en cada caso, del alimento adecuado. Este último factor establece un límite al número de hijos que pueda tener una hembra, pero el número de hijos que pueda tener un macho es, virtualmente, ilimitado. Es aquí donde empieza la explotación femenina
Hemos considerado algunas de las posibilidades que tendría una hembra que ha sido abandonada por el macho. Pero todas ellas tienen el aspecto de buscar la mejor solución a un mal asunto. ¿Hay algo que la hembra pueda hacer para reducir, en primer lugar, el grado de su explotación por parte del macho? Tiene una poderosa carta en su mano. Puede negarse a copular. Ella se encuentra en demanda, en el mercado del vendedor. Ello se debe a que trae la dote de un óvulo grande y nutritivo. Un macho que copula con éxito gana una valiosa reserva de alimento para su descendiente. La hembra se encuentra, potencialmente, en condiciones de regatear duro antes de copular. Una vez que lo ha hecho ya ha jugado su as: su óvulo ha sido confiado al macho. No está mal hablar de duros regateos, pero sabemos muy bien que no es así. ¿Hay alguna forma realista en la cual algo equivalente a un duro regateo pueda desarrollarse en la selección natural? Consideraré dos posibilidades principales, denominadas la estrategia de la felicidad conyugal y la estrategia del macho viril.
Para resumir lo que hemos tratado hasta aquí en el presente capítulo, podemos establecer que los diferentes tipos de sistemas de procreación que encontramos entre los animales —monogamia, promiscuidad, harenes, etc.— pueden ser comprendidos en términos de conflicto de intereses entre los machos y las hembras. Los individuos de ambos sexos «desean» aumentar al máximo su producción reproductora total durante sus vidas. Debido a las diferencias fundamentales entre el tamaño y número de los espermatozoides y los óvulos, los machos, en general, tienden a ser propensos a la promiscuidad y a la carencia de solicitud paternal. Las hembras cuentan con dos posibilidades principales de contramaniobra, que yo he denominado estrategias del macho viril y de la felicidad doméstica. Las circunstancias ecológicas de una especie determinarán que las hembras se inclinen a adoptar una u otra de dichas contramaniobras, y también determinarán la forma en que responderán los machos. En la práctica, todos los tipos de situaciones intermedias entre las estrategias del macho viril y de la felicidad doméstica se dan en la naturaleza, y, según hemos visto, existen casos en que el padre dedica más atención y cuidados a los hijos que la madre. 
En el hombre está bien desarrollada la memoria y la capacidad de reconocimiento de los individuos. Podemos esperar, por consiguiente, que el altruismo recíproco haya jugado un papel importante en la evolución humana.
Trivers llega hasta el extremo de sugerir que muchas de nuestras características psicológicas tales como la envidia, sentimiento de culpa, gratitud, simpatía, etc., han sido planeadas por la selección natural como habilidades perfeccionadas de engañar, de detectar engaños y de evitar que otra gente piense que uno es un tramposo. De especial interés son los «engañosos sutiles» que parecen estar pagando un favor recibido pero que, sin cejar, devuelven levemente menos de lo que reciben. Es aun posible que el abultado cerebro del hombre y su predisposición a razonar matemáticamente haya desarrollado un mecanismo de engaño más tortuoso y de una detección más penetrante del engaño cometido por otros. El dinero constituye un signo formal de altruismo recíproco retardado.
No tiene fin la fascinante especulación que engendra la idea de altruismo recíproco cuando la aplicamos a nuestra propia especie. El tema es tentador, pero no soy mejor para tales especulaciones que cualquier otro hombre y dejo al lector que se entretenga en ello.
Los memes. La mayoría de las características que resultan inusitadas o extraordinarias en el hombre pueden resumirse en una palabra: «cultura». No empleo el término en su connotación presuntuosa sino como la emplearía un científico. La transmisión cultural es análoga a la transmisión genética en cuanto, a pesar de ser básicamente conservadora, puede dar origen a una forma de evolución. Geoffrey Chaucer no podría mantener una conversación con un moderno ciudadano inglés, pese a que están unidos uno al otro por una cadena ininterrumpida de unas veinte generaciones de ingleses, cada uno de los cuales podía hablar con sus vecinos inmediatos de la cadena igual que un hijo habla a su padre. Parece ser que el lenguaje «evoluciona» por medios no genéticos y a una velocidad más rápida en órdenes de magnitud que la evolución genética. 
Cuando morimos, hay dos cosas que podemos dejar tras nuestro: los genes y los memes. Fuimos construidos como máquinas de genes, creados para transmitir nuestros genes. Pero tal aspecto nuestro será olvidado al cabo de tres generaciones. (...) No debemos buscar la inmortalidad en la reproducción.
Tenemos el poder de desafiar a los genes egoístas de nuestro nacimiento y, si es necesario, a los memes egoístas de nuestro adoctrinamiento. Incluso podemos discurrir medios para cultivar y fomentar deliberadamente un altruismo puro y desinteresado: algo que no tiene lugar en la naturaleza, algo que nunca ha existido en toda la historia del mundo. Somos construidos como máquinas de genes y educados como máquinas de memes, pero tenemos el poder de rebelarnos contra nuestros creadores. Nosotros, sólo nosotros en la Tierra, podemos rebelarnos contra la tiranía de los replicadores egoístas.
Bien, pero ¿por qué «dilema»? Para averiguarlo, contemplemos la matriz de ganancias e imaginemos las ideas que pueden pasar por mi cabeza cuando juego contra usted. Sé que sólo hay dos cartas con las que puede jugar, COOPERAR y DESERTAR. Considerémoslas por orden. Si ha jugado DESERTAR (esto significa que hemos de mirar a la columna de la derecha), la mejor carta a la que yo podría haber jugado sería también DESERTAR. He de admitir que he sufrido el castigo de la deserción mutua, pero si hubiera cooperado, habría obtenido la multa del Incauto, que es peor. Volvamos ahora a la otra cosa que usted podría haber hecho (miremos a la columna de la izquierda), jugar la carta de COOPERAR. De nuevo, DESERTAR es lo mejor que podría haber hecho. Si he cooperado, los dos habríamos obtenido la puntuación de 300 dólares. Pero si hubiera desertado, habría obtenido todavía más —500 dólares. La conclusión es que, sea cual sea la carta que usted juegue, mi mejor partida es Siempre Desertar.
He deducido así, mediante una lógica impecable, que haga usted lo que haga yo tengo que desertar. Y usted, con no menos impecable lógica, llegará exactamente a la misma conclusión. Así, cuando dos jugadores racionales se encuentran, los dos desertarán y ambos acabarán con una multa o unas ganancias bajas. Aun así, cada uno sabe perfectamente que si ambos hubieran jugado COOPERAR, ambos habrían obtenido una recompensa relativamente elevada por su mutua cooperación (300 dólares en nuestro ejemplo). Este es el motivo por el que al juego se le llama un dilema, por qué parece tan terriblemente paradójico y por qué se ha dicho que tendría que haber una ley contra él. (...)
El juego repetido es, simplemente, el normal que se repite un número indefinido de veces con los mismos jugadores. De nuevo nos enfrentamos usted y yo, con la banca sentada entre nosotros. De nuevo jugamos una mano de sólo dos cartas, etiquetadas COOPERAR y DESERTAR. De nuevo jugamos en cada juego una u otra de esas cartas y la banca paga o pone multas según las reglas citadas anteriormente. Pero ahora, el juego no termina aquí. Tomamos nuestras cartas y nos disponemos para otra partida. Las sucesivas partidas del mismo juego nos dan la oportunidad de confiar o desconfiar, de intercambiar o aplacar, de olvidar o vengar. En un juego indefinidamente largo, cuyo aspecto importante es que ambos podemos ganar a expensas de la banca más que a expensas uno del otro.



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