lunes, 9 de noviembre de 2015

La felicidad de los pececillos. Cartas desde las antípodas – Simon Leys

“Las buenas ideas escasean –decía Einstein, que sabía de lo que hablaba- y sólo se presentan intermitentemente”

La felicidad de los pececillos. El saber desde lo alto del puente
Samuel Butler compara la vida a un solo de violín que tenemos que interpretar en público mientras aprendemos la técnica del instrumento a medida que ejecutamos la pieza. Una buena descripción, y aplicable también a la muerte: Edmund Knox (antiguo redactor de Punch), agonizando de un cáncer, observaba graciosamente: «Lo malo de estas cosas es lo poco acostumbrados que estamos a ellas».
   La vida nos somete a unos tests en los que hemos de improvisar respuestas instantáneas. Pero el talento de la réplica no es dado a todo el mundo: unas veces respondemos algo que no tiene nada que ver, otras nos quedamos mudos; y tenía razón Valéry al asimilar la totalidad de la literatura a una vasta «venganza del esprit de l'escalier».
   Hace tiempo, cuando se produjo un trivial incidente cuyo pleno significado no se me reveló hasta que hubo pasado, no dije esta boca es mía, pero su recuerdo aún me abrasa. Fue con ocasión de un simposio de historiadores organizado por una respetable universidad. Un viejo profesor extranjero, invitado especial, acababa de hablar de la pintura de paisaje de los Song cuando un joven universitario local se adueñó de la tribuna y se lanzó a una larga y apasionada denuncia de la ponencia de su erudito predecesor en el uso de la palabra. No se puede decir que su diatriba fuese muy original, pues rebosaba de todos los lugares comunes de la corriente maoísta, entonces en boga. Apoyado por una entusiasta claque de admiradores autóctonos, el tribuno revolucionario nos explicó que había que estar ciego por culpa de todos los prejuicios del elitismo burgués para admirar la pintura china antigua, obra de explotadores y de parásitos, mientras que el verdadero arte de China-que los mandarines académicos se obstinaban en ignorar-era producido por las masas populares de campesinos, obreros y soldados. En pocas palabras, el latiguillo habitual en la época, totalmente olvidado hoy. La violencia de este ataque sorprendió al viejo profesor, hombre frágil y refinado, pero permaneció en silencio. No quedaba, por lo demás, tiempo ya para el debate, y el presidente levantó precipitadamente la sesión.
   Entre la concurrencia, formada en su mayor parte por gente educada y cortés, se había dejado sentir una incomodidad muy real; pero, en general, cuando a unas personas decentes se las enfrenta a una indecencia masiva, procuran aparentar por todos los medios que no pasa nada.
   De hecho, lo más chocante del caso no fueron las banales vociferaciones del joven energúmeno, sino el silencio que guardamos todos nosotros. De repente comprendí la verdad de la frase de Hugo: «Todo sabio es un poco cadáver». Esa reunión académica olía a chamusquina.
   Aun desaprobando las malas maneras de su ardoroso colega, la mayoría de aquellos universitarios consideraba en el fondo que, en un debate intelectual, toda opinión es respetable; nadie parecía comprender que lo que se acababa de oír no era una opinión entre otras, sino una constatación de la defunción de la idea misma de universidad. En efecto, lo que el joven ideólogo había proclamado-sin provocar la menor refutación-era lo ilegítimo de los juicios de valor; pero si la verdad no es más que un prejuicio de clase, toda la empresa universitaria queda reducida a una farsa absurda. ¿Cómo se podría estudiar, por ejemplo, la literatura y las artes sin referirse a la noción de calidad literaria y artística? Sin esta referencia, los dibujos animados de Superman y los folletines sentimentales de Barbara Cartland constituirían un tema de estudio tan válido como las obras de Shakespeare y de Miguel Ángel. Es ésta, por lo demás, la conclusión ampliamente adoptada hoy por la universidad.
En una carta (demasiado poco conocida), Hannah Arendt ha recordado que la Verdad no es un resultado de la reflexión, sino su condición previa y su punto de partida: sin una experiencia previa de la Verdad es imposible desarrollar ninguna reflexión. Pero esta evidencia indiscutible de los primeros principios ya había sido ilustrada hace dos mil trescientos años por un célebre apólogo de Zhuang Zi. Zhuang Zi y el maestro de lógica Hui Zi se paseaban por el puente del río Hao. Zhuang Zi observó: «¡Mira lo felices que son los pececillos que se agitan ágiles y libres!». Hui Zi objetó: «Si no eres un pez, ¿de dónde sacas que los peces son felices?». «Como tú no eres yo, ¿cómo puedes saber lo que yo sé de la felicidad de los peces?». «Te concedo que yo no soy tú y que, por tanto, no puedo saber lo que tú sabes. Pero como tú no eres pez, no puedes saber si los peces son felices». «Retomemos las cosas desde un principio—replicó Zhuang Zi—. Cuando me has preguntado “¿De dónde sacas que los peces son felices?”, la forma misma de tu pregunta implicaba que sabías que yo lo sé. Pero ahora, si quieres saber de dónde lo sé, pues bien, lo sé desde lo alto del puente»

Cosa mentale. Acción superior de la inacción
Vasari, cuando describe la manera en que trabajaba Leonardo da Vinci en La última cena … cuenta que el prior se irritaba por los largos intervalos de inacción …, Leonardo se mostró totalmente dis­puesto a explicar los secretos del arte de pintar: «A menu­do los hombres de genio hacen mucho más cuanto menos actúan, pues tienen que meditar acerca de sus invenciones y madurar en su espíritu las ideas perfectas que expresarán posteriormente reproduciéndolas con sus manos» (…) Los chinos consideran que “pintar es sobre todo difícil antes de pintar”, pues “la idea de preceder al pincel”. Por eso la noción de que la pintura es una cosa mentale, ha sido siempre evidente para ellos. En occidente, es por el contrario la definición de Jackson Pollock “painting es something physical”.

Esperando al señor Wu. El arte de la lítote, de los blancos y de la ausencia
Esta potencia expresiva de los “blancos” del relato es confirmada por las iniciativas de la censura. Ningún escritor dispone de un poder verbal capaz de rivalizar con la imaginación de sus lectores; así, todo su arte consiste en tocar esta tecla

Nuestro único paraguas. Del papel del arte en las expediciones polares en particular y en la vida en general
Hace algunos años —¿lo recordáis?— el actor inglés Hugh Grant fue detenido por la policía de Los Ángeles cuando estaba dedicándose en un lugar público, en compañía de una buscona nocturna, a una actividad particularmente privada. Para el común de los mortales, semejante desventura sería simplemente incómoda, pero, para un actor tan célebre, habría podido tener consecuencias catastróficas: toda su carrera en Hollywood pareció por un momento a punto de zozobrar. En medio de este marasmo, fue entrevistado por un periodista estadounidense, que le hizo una pregunta... muy estadounidense: «¿Va ahora usted a un psicoterapeuta?». «No —respondió Grant—, en Inglaterra leemos novelas». Medio siglo antes que él, Carl Gustav Jung había formulado en términos más técnicos el exacto corolario de esta misma noción: «Cuando un individuo pierde contacto con el universo mítico, y su vida se ve así reducida al único dominio de los hechos, su salud mental se encuentra en gran peligro». Dicho de otro modo: la gente que no lee novelas ni poemas corre el riesgo de estrellarse contra la muralla de los hechos o de morir reventada bajo el peso de las realidades. Y entonces es preciso llamar con toda urgencia al doctor Jung y a sus colegas para tratar de volver a reunir los pedazos.
El ilustre doctor Farabeuf ya nos había puesto en guardia: «La buena salud es un estado precario que no presagia nada bueno». Pero el problema es más fundamental aún y Unamuno hizo de él un buen diagnóstico: «El hombre, por ser hombre, por tener conciencia, es ya, respecto al burro o al cangrejo, un animal enfermo. La conciencia es una enfermedad».
Nuestro equilibrio interior es siempre precario y está amenazado, pues somos constantemente el blanco de pruebas y agresiones de la realidad cotidiana. El resultado de las luchas de la vida es siempre incierto, y, en resumidas cuentas, es quizá un personaje de Mario Vargas Llosa el que ha dado la mejor descripción de nuestra condición común: ´La vida es un tornado de mierda, en el que el arte es nuestro único paraguas´

Sin orden ni concierto
Un joven periodista que entrevistaba a Martha Graham preguntó a la gran bailarina y coreógrafa sobre el asunto de los plagios artísticos. «Escuche, amigo mío —respondió el viejo monstruo sagrado poniendo su mano artrítica sobre el brazo de su interlocutor—, somos todos unos ladrones. Pero, a fin de cuentas, sólo seremos juzgados por dos cosas: por aquel a quien hemos elegido desvalijar y por lo que hayamos hecho con ello». T. S. Eliot decía, por otra parte, poco más o menos lo mismo: «Los poetas inmaduros imitan; los maduros roban».
¿De quién es? “Para el filósofo siempre hay más pasto en los valles de la necedad que en las áridas alturas de la inteligencia”. Uno juraría que es de Michaux, y de la mejor cosecha, pero en realidad, se trata de un pensamiento de Wittgenstein

El imperio de lo feo
La belleza llama a la catástrofe del mismo modo que los campanarios atraen el rayo. La administración de servicios públicos que hace pasar una autopista por en medio de Stonehenge, o una vía férrea a través de las ruinas de Villers-la-Ville, el monje que prende fuego al Kinkakuji, el municipio que transforma la iglesia abacial de Cluny en una cantera de piedras, el energúmeno que lanza un bote de pintura acrílica al último autorretrato de Rembrandt, o el que ataca con un martillo la madona de Miguel Ángel, obedecen todos ellos, sin saberlo, a una misma pulsión.
Los verdaderos filisteos no son una gente incapaz de reconocer la belleza, pues claro que la reconocen y muy bien, la detectan al instante, y con un olfato tan infalible como el del esteta más sutil, pero es para poder caer inmediatamente sobre ella con el fin de ahogarla antes de que pueda entrar en su universal imperio de fealdad. Pues la ignorancia, el oscurantismo, el mal gusto o la estupidez no son fruto de simples carencias, sino de otras tantas fuerzas activas, que se afirman furiosamente a la menor oportunidad, y no toleran ninguna excepción a su tiranía. El talento inspirado siempre es un insulto a la mediocridad. Y si esto es cierto en el orden estético, aún lo es más en el moral. Más que la belleza artística, la belleza moral parece tener el don de exasperar a nuestra triste especie. La necesidad de rebajarlo todo a nuestro miserable nivel, de mancillar, burlarse y degradar todo cuanto nos domina por su esplendor es probablemente uno de los rasgos más desoladores de la naturaleza humana.

Acerca del gusto
Algunos juicios no condenan más que a su autor. Cuando Wagner reprocha a Mozart su «falta de seriedad», no nos dice nada esclarecedor sobre Mozart, sino que, por el contrario, hace que descubramos de golpe de qué pie cojea Wagner. (…)  ’El mal gusto lleva al crimen’, decía Stendhal. No es falso, pero a esto habría que añadir que el buen gusto no lleva a menudo más que al salón de madame Verdurin. El buen gusto tiene esto en común con la humor y la santidad, que no es posible alcanzarlo por medio de un esfuerzo de la voluntad: a partir que toma conciencia de sí mismo se acabó…”.

Marginalia
En este sentido, la catedral carente de armonía, heteróclita y viva es en realidad una transposición a la piedra de la visión de San Agustín: “Dejé de aspirar a un mundo mejor, pues contemplé por fin la creación en su totalidad, y a la luz de esta inteligencia más clara, llegué a comprender que, aunque las cosas superiores fuesen mejores que las cosas inferiores, la suma total de la Creación es mejor que las cosas superiores por sí solas”

¿Cómo leer?
Como decía C.S.Lewis “La verdad es siempre acerca de algo, mientras que la realidad es eso mismo de lo que habla la verdad”.

Mentiras verdaderas
La verdad no es relativa; por su propia naturaleza está al alcance de todos; es simple y evidente: a menudo incluso, de manera que duele.

El verdadero problema es que, a fin de cuentas –como todos nosotros, la mayor parte del tiempo-, tenía la verdad delante de las narices, pero prefirió lavarse las manos

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