domingo, 8 de noviembre de 2015

La filosofía del vino - Béla Hamvas

Los ateos son nuestros pobres de espíritu, los hijos de nuestra época más necesitados de ayuda. Son pobres de espíritu, con la diferencia de que albergan escasas esperanzas de acceder al reino de los cielos. Muchos se enfadaron con ellos y lucharon contra ellos en el pasado. Considero completamente reprobable ese método. ¿Combatir? ¿Un hombre sano peleando con ciegos y cojos? Puesto que son inválidos, conviene acercarse a ellos con buena voluntad. Conviene no convencerlos por la fuerza; ni siquiera han de darse cuenta de lo que les ocurre. Hay que tratarlos como a niños retrasados en su evolución e incluso de pocas luces, si bien ellos aprecian mucho su inteligencia y creen que el ateísmo es un saber perfecto. ¿Por qué se los combatió en el pasado? A mi juicio, en primer lugar porque el ateísmo, como pobreza de entendimiento y como humor híbrido que es, fracasaría en toda regla si no compensara esas deficiencias por otro lado. ¿Y en qué consiste la compensación? En la actividad frenética. Por eso, el ateísmo conduce necesariamente a la violencia y, puesto que desemboca en ella, los ateos necesitan conquistar el poder universal. En efecto, lo han conseguido. Y quienes luchaban contra ellos en el fondo los envidiaban, lo cual es un error en mi opinión. Cuando los ateos vieron que eran envidiados se tornaron arrogantes.

(…) a los ateos los atenaza un miedo terrible a Dios. Como dice Böhme, viven en la ira de Dios. No conocen más que al Dios colérico: por eso se esconden y mienten. Creen que afirmando la inexistencia de Dios dejarán de pasar miedo, pero naturalmente lo que ocurre es que entonces le temen todavía más.

Cuando pongo orden en las cosas, cuando cada una está en su sitio, restituyo el sentido del mundo. Toda filosofía es algo así como un intento de restituir el sentido. Y al hacerlo ocurre algo muy curioso. Sí, muy curioso, porque descubrimos que la gran variedad de cosas que parecen diferentes, es en el fondo, apariencia. Todo es uno.

Toda persona sabe de forma innata que su vida solamente tiene sentido si la sacrifica.

El hombre sólo es capaz de soportar el puente que une el primer día y el último en un estado de trance. Y ese estado de trance es el vino.

Si una mujer acudiera a mí y me preguntara qué debe hacer para ser bella, le respondería: sal a que te dé el sol, querida. Sólo es bello quien toma el sol. Mira las partes de tu cuerpo que siempre llevas cubiertas: parecen ciegas.  (…) Para ser bella anda diez minutos desnuda todos los días preferentemente ante el espejo de la mirada de un hombre. Descubrirás entonces que no es posible vivir en la oscuridad.


La última lección de la anatomía de la ebriedad es la siguiente: la ebriedad es un estado infinitamente superior al de la razón cotidiana y es el comienzo del auténtico despertar. El inicio de todo aquello que es bello, grande, serio, placentero y puro en la vida. Es la sobriedad superior. El entusiasmo como decían los antiguos, del que proceden el arte, la música, el amor y el verdadero pensamiento. Y del que procede la verdadera religión. La buena religión es la religión de la ebriedad; la mala la religión racional cotidiana, es decir, el ateísmo. Al alcance de nuestra mano se encuentra la llave de la vita illuminativa o mejor dicho, en nuestros toneles y botellas. El vino nos enseña que la ebriedad no es otra cosa que la forma superior de la sobriedad, la vida iluminada.

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